
Según los datos presentados por Michael Tanner, del Cato Institute, desde el año 2000, cuando Bush llegó al poder, el Gobierno central lleva gastados 1.300 millones de dólares en cash para programas de bienestar. Otros 3.000 millones han ido a los cupones de comida que el Gobierno central reparte entre las personas pobres. Si a esto se le añaden los programas específicos como Medicaid, vivienda, fondos infantiles, y así hasta otros 60 programas para combatir la pobreza, en Luisiana se han gastado, en menos de seis años, 10.000 millones de dólares. Eso, sin contar lo que hayan puesto el Gobierno estatal y los ayuntamientos.
El resultado está a la vista. Un tercio de los habitantes de Nueva Orleáns vive por debajo del umbral de la pobreza. Más del 40% de los adultos de la ciudad son analfabetos funcionales; la tasa de abandono escolar está entre el 35 y el 40%. El porcentaje de nacimientos fuera del matrimonio se sitúa en torno al 60%. Del índice de criminalidad, ya se sabe que está diez veces por encima de la media nacional.
Todas esas personas, supuestas beneficiarias de un auténtico diluvio de dinero gubernamental, fueron las que se quedaron atrapadas en la ciudad cuando llegó la riada. Les abandonó, primero, el Estado de Bienestar que les debía haber sacado de la pobreza, y luego, una segunda vez, ese mismo Estado, que no había previsto las consecuencias de sus propios actos.
Si los servicios de emergencia hubieran funcionado como es debido no habría ocurrido la tragedia de Nueva Orleáns. Pero si los programas de lucha contra la pobreza hubieran dado resultado las escenas allí vividas ni siquiera habrían tenido ocasión de ocurrir. La mayor parte de la gente que quedó atrapada en la ciudad se habría marchado antes, en su propio coche.
Bush, que reaccionó tarde y mal, ya ha entonado la palinodia dos veces: en su discurso en Nueva Orleáns y antes, algo poco frecuente, delante de la prensa, al recibir al presidente de Irak en la Casa Blanca. Bush ha reconocido que el Gobierno no respondió a lo que se esperaba de él. Ha prometido, además, reconstruir Nueva Orleáns, invertir en la zona y tratar de transformar el desastre en una oportunidad económica y social.

A Bush le gusta gastar el dinero que no es suyo, como a casi todos los políticos, pero no cree en el modelo socialdemócrata, y sabe por qué. De acuerdo con su famosa compasión conservadora, o conservadurismo compasivo, pondrá sobre la mesa ingentes cantidades de dinero. Pero también intentará que el Gobierno no sea el único protagonista. Por lo menos en la retórica, tratará de reducir su papel al de catalizador de oportunidades que sólo la iniciativa de los habitantes de Luisiana será capaz de aprovechar.
Entre las propuestas que está recibiendo se encuentra justamente la de reducir, no aumentar, los programas que han contribuido al estrago en Nueva Orleáns. También se le ha pedido que baje los impuestos en la zona para propiciar una recuperación económica más rápida. Y ya que el gasto va a aumentar sin remedio, le han recordado los ejemplos de Roosevelt y de Truman, otros dos presidentes aficionados a la esplendidez en el gasto pero que no dudaron en recortar por un lado lo que gastaban de más por otro, en circunstancias excepcionales como fueron la Segunda Guerra Mundial y la Guerra de Corea (a los adversarios de Bush sólo se les ocurre un recorte: la vuelta de las tropas de Irak).
En la Casa Blanca pensarán que muchos conservadores y liberales norteamericanos están aprovechando el Katrina para sacarse la espina que tuvieron que tragarse cuando Bush patrocinó o aceptó aumentos de gastos tan gigantescos como el de la reforma de Medicare o la reciente Ley de Autopistas.