José Luis García Paneque es un cirujano plástico de 44 años, padre de familia con varios hijos pequeños, locuaz e inteligente como un demonio bueno. En marzo de 2003, durante la llamada Primavera Negra, fue detenido y sumariamente condenado a 15 años de cárcel. ¿Delito? Como el resto de los 75 apresados durante aquella orgía represiva, escribía crónicas sobre la realidad cubana en diarios extranjeros (porque no le dejaban en la prensa amaestrada por el gobierno), prestaba libros prohibidos, quería y pedía democracia para su país y era un católico devoto. O sea, era el retrato robot viviente de un peligroso enemigo del pueblo y agente del imperialismo yanqui.
La llamada era del cardenal Jaime Ortega. Amablemente, el prelado le preguntó si quería ser excarcelado y enviado a España. No había condiciones humillantes. Ni él las hubiera aceptado ni Ortega las hubiera propuesto. Paneque le dijo que sí. De alguna manera, la oposición democrática había ganado la partida y la dictadura comenzaba a desprenderse de los presos de conciencia. Paneque, además, confiaba en su Iglesia. Los curas y obispos no le habían abandonado cuando fue detenido. Ayudaron a su familia y se interesaron por él cuando descubrieron que se estaba muriendo por las enfermedades infecciosas que contrajo debido a la suciedad de los calabozos. Su sistema inmunológico ya no respondía frente a los parásitos intestinales, las medicinas habían perdido su efectividad y se desnutría progresivamente. Su estampa era la de los prisioneros de los campos de concentración nazis.
Tres de los cautivos padecían variantes de la misma enfermedad, crónica e incurable: él, Normando Hernández González y Ariel Sigler Amaya. De los tres, Sigler, que era el más fuerte cuando entraron en prisión, un atleta de 90 kilos, es el que está peor: inválido, delgado como un alambre, en una silla de ruedas e incapaz siquiera de sostener la cabeza sin una collera que le apuntale las vértebras cervicales. Todavía está en La Habana, porque el gobierno cubano, cruelmente, le niega la salida, pese a que tiene visa norteamericana.
Fui a dar un abrazo a los presos recién llegados a España. Fue muy emotivo. Es imposible contener las lágrimas. Uno las esconde, por esa maldición terrible de que los hombres no lloran, pero los ojos suelen hacer lo que les da la gana. La madre de Normando, Blanca González, acababa de llegar de Miami y apretaba a su hijo con el amor intenso de quien acababa de parirlo por segunda vez. Andrés Eloy Blanco, el gran poeta popular venezolano, lo había advertido sagazmente hace muchas décadas: no hay día más feliz que el de soltar los prisioneros. A Blanca la había visto gritar en cien manifestaciones enarbolando el nombre y el retrato de Normando. Volver a verlo vivo era el sueño con que se acostaba y levantaba todos los días de Dios. Era su causa y la razón que la animaba a seguir respirando en medio de tanto dolor y de tanta noticia triste que volaba desde los calabozos, como pájaros negros, para avisarle de que Normando moriría pronto si no lo rescataban.
Los albergaron en un hostal muy modesto de Vallecas, un barrio obrero de la periferia de Madrid. Eso se entiende. España, que ha echado una mano generosa, en medio de una crisis, no dispone de fondos para ejercer la caridad profusamente. Los presos salen con los familiares y la cuenta final puede ser alta para cualquiera de las magras dependencias del Estado. Tal vez, también existía el propósito de aislarlos para que el barullo mediático fuera menor. El gobierno de Zapatero no quiere que esta operación se transforme en una andanada contra la dictadura. Pero eso no va a lograrlo: estos hombres –por ahora, Paneque y Normando, Léster González, Antonio Villarreal, Pablo Pacheco, Julio César Gálvez, Omar Ruiz, Ricardo González– son gente dispuesta a morir por defender su derecho a decir lo que piensan. Si no pudieron callarlos los golpes, el hambre y las rejas de unas cárceles terribles, ¿quién puede pensar en amordazarlos ahora que han llegado a la libertad? Vinieron a estrenar la garganta y no van a guardar silencio.