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ESPAÑA EN EL MUNDO

De mal en peor

Paso a paso, con una constancia digna de mejor empeño, los responsables de la política exterior van logrando que España desaparezca del mapa de las naciones que cuentan, de los actores que configuran la política occidental de nuestros días.

Paso a paso, con una constancia digna de mejor empeño, los responsables de la política exterior van logrando que España desaparezca del mapa de las naciones que cuentan, de los actores que configuran la política occidental de nuestros días.
Miguel Ángel Moratinos.
Para un español, no es plato agradable tener que escuchar a un alto funcionario de un organismo internacional decir que, de un tiempo a esta parte, España "ha desaparecido"; es decir, que sus representantes no están en el debate real y que, por lo tanto, no proponen iniciativas interesantes que afecten al curso de los acontecimientos.
 
Desde la muerte del general Franco hasta hace poco tiempo, uno de los acuerdos básicos entre las dos grandes formaciones políticas tenía por objeto situar a España en la posición más prominente posible. La generación que había hecho la Transición estaba marcada por el aislamiento al que nuestro país estuvo sometido por culpa de la dictadura del general Franco. De ahí que su superación fuera un objetivo común. Ese consenso ha desaparecido como consecuencia de una refundación del socialismo español, de la fulgurante metamorfosis que ha experimentado el PSOE a raíz del cambio generacional y de la demagogia populista, que, dicho sea de paso, cultivó en todo momento la vieja guardia socialista.
 
González administraba el antiamericanismo mientras sorprendía a Bush padre colaborando en la anterior guerra de Irak; tomaba daiquiris con Fidel o festejaba al sandinismo mientras trataba de apoyar la democracia parlamentaria… Las viejas contradicciones han sido resueltas apostando por la vía del radicalismo, obviando el compromiso con los valores democráticos e ignorando los intereses nacionales. La imagen de González desplazándose al Departamento de Estado para pedir a Rice una política firme contra Chávez mientras Zapatero reía las gracias al venezolano y comprendía la violación de los intereses de nuestras empresas es paradigmática de esa renovación generacional.
 
En estos últimos días hemos tenido nuevas muestras de este constante declive de nuestra presencia internacional. Quisiéramos centrarnos en tres casos particularmente llamativos.
 
Relaciones con Estados Unidos
 
Nuestro ministro de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, viajó recientemente a Washington y se entrevistó con la secretaria de Estado, Condoleezza Rice. La cita estuvo precedida, durante semanas, de comentarios periodísticos. Se quería presentar como un ejemplo de la normalidad en las relaciones bilaterales, excepción hecha del anecdótico problema personal entre Bush y Zapatero.
 
Moratinos filtró su deseo de hablar de varios temas, como la crisis de Oriente Medio, la Conferencia de Annapolis, la transición cubana, el posible nombramiento del general Sanz como presidente del Comité Militar de la OTAN… Al final, según pudimos leer en la prensa nacional, porque en la internacional no hubo referencias, la Sra. Rice se limitó a recibirle en calidad de responsable de turno de la OCDE; y de esa agenda hablaron.
 
La conversación duró algo más de media hora, y no hubo rueda de prensa conjunta. No hay que ser un gran especialista para concluir que Rice quiso escenificar el desencuentro ante la opinión internacional. Por mucho que se empeñen los medios oficialistas, a la vista está que las relaciones con Estados Unidos pasan por el peor momento desde la muerte del general Franco. No es un problema personal de dos dirigentes, sino un choque de posiciones que se resuelve mediante el sistemático ninguneo de España por parte de Washington.
 
La crisis de Oriente Medio
 
Moratinos se considera un experto en Oriente Medio, región a la que ha dedicado una parte importante de su carrera profesional. España tiene con el Mundo Árabe unas relaciones antiguas y de relativa importancia. Con Israel nos une el legado sefardí, un patrimonio que nos abre las puertas de Jerusalén. No hay que ser un genio para concluir que España tiene la oportunidad de desempeñar un papel mediador, siempre y cuando parta de una serie de premisas: defensa de los valores democráticos, rechazo del terrorismo, reconocimiento del derecho a existir de Israel y reivindicación de un Estado palestino. No se trata de que tomemos partido, porque en ese caso no seremos útiles a la parte apoyada ni a nosotros mismos, sino de que nos convirtamos en un actor previsible, en quien se pueda confiar para que realice gestiones discretas.
 
Eso es exactamente lo que Moratinos no ha hecho. Ha optado libremente por convertirse en embajador volante de Siria, ante el estupor de unos y otros, y además ha dado a entender que sus actuaciones contaban con el apoyo de otras cancillerías europeas. No hace mucho, el portavoz del Quai d'Orsay tuvo que desmentir que París apoyase las gestiones prosirias de nuestro ministro. En la misma línea, ha convertido la Casa Árabe en altavoz del islam radical, confirmando los crecientes prejuicios de muchos españoles ante la deriva de esta vieja civilización y provocando la protesta de algunos Estados árabes, según afirman diplomáticos de estas nacionalidades que tratan de difundir una imagen más moderada y moderna de sus propias sociedades.
 
Mohamed VI.Sus naves están quemadas tanto en Washington como en Jerusalén, por lo que su capacidad de mediación es nula. Resulta patético verle mendigar una invitación a la Conferencia de Annapolis, porque sabe con fundamento que nadie considera hoy a España un actor necesario para la gestión de la crisis.
 
Ceuta y Melilla
 
El último desaguisado está muy presente, por su inmediatez. Tras asegurar Zapatero a Rajoy que todo estaba bajo control, la reacción del Gobierno marroquí al anuncio de la visita de los Reyes a Ceuta y Melilla ha sido la lógica, la que con buen juicio temía el jefe de la oposición y cualquiera que tenga dos dedos de frente y un mínimo de conocimiento de las relaciones bilaterales.
 
Para Marruecos, y en especial para su monarquía, las relaciones con España están marcadas por nuestra presencia en su territorio. Su curso natural no puede ser otro que nuestra paulatina retirada. La amistad se expresa en cesiones por nuestra parte; de lo contrario, nosotros les provocamos y hemos de atenernos a sus castigos: incremento de la emigración ilegal, recorte de licencias de pesca –ahora en manos de Bruselas–, problemas para nuestras empresas, interrupción de la colaboración en materia antiterrorista y, finalmente, intentos de desestabilización en Ceuta y Melilla.
 
Después de darnos lecciones morales, no pedidas, de amor a la causa saharaui, González dio un vuelco a su política exterior en beneficio de Marruecos, aconsejado por Dezcallar y Moratinos. La estabilidad de Ceuta y Melilla tenía un precio: ceder el Sáhara. Ahora, desde el Gobierno, Moratinos persevera en la ignominia, que además es un error. Cediendo el Sáhara a Marruecos no se garantiza la seguridad de esas dos ciudades españolas; sólo se compra tiempo y, sobre todo, se manifiesta debilidad: lo único que no se puede hacer en política, más aún cuando se trata del Mundo Árabe.
 
La Casa Real marroquí ha protagonizado la expulsión de España del Protectorado, la recuperación de Tarfaya e Ifni y la ocupación del Sáhara. Se impuso a Franco y a los socialistas. Sólo fracasó con Aznar, que reaccionó al pulso del islote de Perejil como cabría esperar de cualquier presidente de Gobierno español: negándose a entrar en el juego marroquí. La soberanía no se negocia, se defiende con todos los medios disponibles.
 
De ahí que en Rabat vieran con alivio la llegada de Zapatero y celebraran su inmediata cesión. Han aceptado que es tiempo de gestionar el Sáhara, y, necesitados del apoyo de España, están dispuestos a posponer la creación de una comisión conjunta sobre el futuro de Ceuta y Melilla, comisión concedida por González. No quieren crear problemas a Zapatero y están callados. Pero ese acuerdo, más o menos tácito, no admite cambios por la parte española.
 
Los viajes de Zapatero y los Reyes a Ceuta y Melilla implican una reivindicación de la soberanía española y, por lo tanto, una "provocación" desde la perspectiva marroquí. Con toda la razón, ven que Zapatero juega con dos barajas, algo que ya provocó otra ilustre bofetada diplomática en el rostro de nuestro soberano; en esa ocasión, de mano argelina, y también con toda la razón del mundo. Que Zapatero miente es una obviedad, algo que han pagado, sobre todo, compañeros de partido convertidos hoy en ilustres cadáveres. En política exterior, los perjudicados son los intereses nacionales y la ilustre faz de nuestro monarca.
 
La situación se hace más escandalosa si analizamos la razón de ser de dichos viajes. En vista de la política seguida por este Gobierno en Cataluña, País Vasco y Galicia, y de la Alianza de Civilizaciones, es difícil creer que los viajes de Zapatero y los Reyes tengan como objetivo una clara voluntad de reivindicar la soberanía de ambas ciudades.
 
Zapatero no se complica por ideales ajenos a su visión de la realidad nacional. Lo que a nuestro presidente le preocupa es el derrumbe de la expectativa electoral socialista en esas ciudades. Tal como evolucionan los sondeos, las elecciones se resolverán por muy poca diferencia, y en esas circunstancias hay que luchar por cada acta de diputado. Su pudor a la hora de utilizar a la Corona para fines partidistas es nulo. Lo que ocurre es que, aun para hacer estas tropelías, hay que saber. Y, una vez más, ha medido mal las consecuencias de sus actos.
 
No se puede hacer una cosa y la contraria sin pagar por ello un precio. Es, por lo menos, la segunda vez que los marroquíes se sienten engañados por Zapatero. La primera fue durante la crisis argelina. Tras las declaraciones de los portavoces marroquíes y la llamada a consultas del embajador, queda a todas luces claro que, a pesar de las humillantes cesiones realizadas y de las patéticas declaraciones de la vicepresidenta De la Vega, las relaciones con nuestro vecino meridional pasan por un muy mal momento.
 
Tras tres años largos de gobierno, Zapatero ha conseguido dar al traste con gran parte de los logros de anteriores gabinetes en materia de política exterior. España no sólo ha desaparecido: ha perdido además prestigio y credibilidad. En este tema, como en otros muchos, las elecciones del próximo marzo serán fundamentales. No se trata sólo de decidir qué partido formará gobierno, sino de revertir una línea de acción que nos lleva hacia el desastre y de forzar al Partido Socialista a una revisión en profundidad de su estrategia.
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