Lo conté en otra parte, concretamente en mi libro Perón, tal vez la historia, y para entonces lo había leído en el primero o en el segundo tomo de la Autobiografía de Fidel Castro, de Norberto Fuentes, pero lo vuelvo a contar aquí porque desde entonces he reflexionado sobre el acontecimiento y porque la gente olvida fácil algunas cosas.
En Bogotá, en 1948, se reunieron los ministros de Relaciones Exteriores de América Latina, en la Conferencia Interamericana, convocada por la OEA. Con la presencia del general George G. Marshall, secretario de Estado de los Estados Unidos, el evento tenía todo el aspecto de ser un éxito. La Argentina de Perón mantenía un enfrentamiento con los americanos más aparente que real y aspiraba a convertirse en cliente preferencial cuando los organizadores del Plan Marshall empezaron a comprar alimentos para Europa. A la vez, Perón prefería que la conferencia no fuese demasiado brillante, a pesar de estar convencido de que su ministro, Diego Luis Molinari, haría un buen papel.
Fidel Castro, que mantenía buenas relaciones con algunos miembros de la embajada argentina en La Habana, no era el presidente de la Federación Universitaria –lo era Enrique Ovares–, pero era quien realmente la manejaba. Y se le ocurrió la idea de organizar, en forma paralela a la cumbre de ministros, en los mismos días, un Congreso de Estudiantes Latinoamericanos, que agitara los mismos temas que los cancilleres, pero a contrapelo: como las concentraciones antiglobalización o anti-lo-que-sea ante las reuniones del G-8 u otras instancias similares: vamos, que inventó Seattle, o Génova, o cualquier otro de esos acontecimientos perfectamente organizados y financiados que ya parecen parte imprescindible de la coreografía de cualquier junta de alto nivel.
Los empleados de la embajada argentina, fascinados por la propuesta, consultaron con Buenos Aires y empezaron a darle dinero a Castro para que montara su show en Bogotá. El funcionario encargado de entregarle los billetes se llamaba, según Norberto Fuentes, Antonio Cafiero, y sería posteriormente alto dirigente peronista y gobernador de la provincia de Buenos Aires, pero entonces no era más que eso, un funcionario de embajada, que ese mismo año se doctoró en Economía.
El primer contacto se llamaba Santiago Touriño y el segundo, antes que Cafiero, se llamaba Carlos Iglesias Mónica. No hacían más que propaganda peronista, en aquella época en que Jorge Eliécer Gaitán y Perón se hacían guiños de mutua simpatía. De modo que el joven Castro fue a Bogotá como agente argentino, y no como agente soviético.
Por aquellos días, el 9 de abril, Gaitán –el gran líder de la oposición a Mariano Ospina Pérez– fue asesinado de un tiro, lo cual desató primero el llamado Bogotazo, una oleada popular de protesta que dejó en los cimientos el centro de la ciudad, y dio lugar más tarde a la Violencia, con mayúsculas, el enfrentamiento feroz entre conservadores y liberales que duró hasta la formación del Frente Nacional por los dos grandes partidos, en 1957.
El agresor identificado de Gaitán se llamaba Juan Roa Sierra, asesinado por la turba delante del palacio presidencial. Mucho se habló luego de si había sido o no había sido él, y de quién había instigado el crimen. Naturalmente, se dijo en algún momento, cuando el personaje creció, que habían sido Fidel Castro, Alfredo Guevara y Rafael del Pino, que, en efecto, se encontraban en la ciudad, quienes habían armado la mano de Roa Sierra, aunque eso fuera práctica y políticamente imposible, a la vista del papel que desempeñaban entonces y del corte ideológico de Gaitán, muy afín al populismo que tanto y tan eficazmente cultivaron siempre Perón y Castro.
¿Cómo se le ocurre a alguien que los Castro puedan llegar a ser habitués de las reuniones de la OEA y de las cumbres iberoamericanas? Para ello cuentan con Chávez, que ahora es el verdadero patrón, como entonces lo fue Perón, y que sabe jugar mejor en los dos lados del terreno de juego, seguramente no por habilidad incomparable, sino porque llegó al poder real cuando la URSS se estaba cayendo a pedazos y había que negociar a varias bandas: hizo lo que hubiera hecho Perón en su lugar: apuntarse a la OPEP, promover la judeofobia con cargo a los petrodólares y vociferar contra los Estados Unidos. No es más que eso.
Los Castro, y con ellos una muchedumbre de cubanos que aún viven de la teta del régimen, están en 1948, exactamente en el mismo sitio. Como José Bové y otros que van a Seattle con su propio roquefort.
vazquezrial@gmail.com
www.vazquezrial.com
En Bogotá, en 1948, se reunieron los ministros de Relaciones Exteriores de América Latina, en la Conferencia Interamericana, convocada por la OEA. Con la presencia del general George G. Marshall, secretario de Estado de los Estados Unidos, el evento tenía todo el aspecto de ser un éxito. La Argentina de Perón mantenía un enfrentamiento con los americanos más aparente que real y aspiraba a convertirse en cliente preferencial cuando los organizadores del Plan Marshall empezaron a comprar alimentos para Europa. A la vez, Perón prefería que la conferencia no fuese demasiado brillante, a pesar de estar convencido de que su ministro, Diego Luis Molinari, haría un buen papel.
Fidel Castro, que mantenía buenas relaciones con algunos miembros de la embajada argentina en La Habana, no era el presidente de la Federación Universitaria –lo era Enrique Ovares–, pero era quien realmente la manejaba. Y se le ocurrió la idea de organizar, en forma paralela a la cumbre de ministros, en los mismos días, un Congreso de Estudiantes Latinoamericanos, que agitara los mismos temas que los cancilleres, pero a contrapelo: como las concentraciones antiglobalización o anti-lo-que-sea ante las reuniones del G-8 u otras instancias similares: vamos, que inventó Seattle, o Génova, o cualquier otro de esos acontecimientos perfectamente organizados y financiados que ya parecen parte imprescindible de la coreografía de cualquier junta de alto nivel.
Los empleados de la embajada argentina, fascinados por la propuesta, consultaron con Buenos Aires y empezaron a darle dinero a Castro para que montara su show en Bogotá. El funcionario encargado de entregarle los billetes se llamaba, según Norberto Fuentes, Antonio Cafiero, y sería posteriormente alto dirigente peronista y gobernador de la provincia de Buenos Aires, pero entonces no era más que eso, un funcionario de embajada, que ese mismo año se doctoró en Economía.
El primer contacto se llamaba Santiago Touriño y el segundo, antes que Cafiero, se llamaba Carlos Iglesias Mónica. No hacían más que propaganda peronista, en aquella época en que Jorge Eliécer Gaitán y Perón se hacían guiños de mutua simpatía. De modo que el joven Castro fue a Bogotá como agente argentino, y no como agente soviético.
Por aquellos días, el 9 de abril, Gaitán –el gran líder de la oposición a Mariano Ospina Pérez– fue asesinado de un tiro, lo cual desató primero el llamado Bogotazo, una oleada popular de protesta que dejó en los cimientos el centro de la ciudad, y dio lugar más tarde a la Violencia, con mayúsculas, el enfrentamiento feroz entre conservadores y liberales que duró hasta la formación del Frente Nacional por los dos grandes partidos, en 1957.
El agresor identificado de Gaitán se llamaba Juan Roa Sierra, asesinado por la turba delante del palacio presidencial. Mucho se habló luego de si había sido o no había sido él, y de quién había instigado el crimen. Naturalmente, se dijo en algún momento, cuando el personaje creció, que habían sido Fidel Castro, Alfredo Guevara y Rafael del Pino, que, en efecto, se encontraban en la ciudad, quienes habían armado la mano de Roa Sierra, aunque eso fuera práctica y políticamente imposible, a la vista del papel que desempeñaban entonces y del corte ideológico de Gaitán, muy afín al populismo que tanto y tan eficazmente cultivaron siempre Perón y Castro.
¿Cómo se le ocurre a alguien que los Castro puedan llegar a ser habitués de las reuniones de la OEA y de las cumbres iberoamericanas? Para ello cuentan con Chávez, que ahora es el verdadero patrón, como entonces lo fue Perón, y que sabe jugar mejor en los dos lados del terreno de juego, seguramente no por habilidad incomparable, sino porque llegó al poder real cuando la URSS se estaba cayendo a pedazos y había que negociar a varias bandas: hizo lo que hubiera hecho Perón en su lugar: apuntarse a la OPEP, promover la judeofobia con cargo a los petrodólares y vociferar contra los Estados Unidos. No es más que eso.
Los Castro, y con ellos una muchedumbre de cubanos que aún viven de la teta del régimen, están en 1948, exactamente en el mismo sitio. Como José Bové y otros que van a Seattle con su propio roquefort.
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