La Administración Bush está tocada, eso es cierto. El juicio de Lewis Libby se centra en una de las personas más relevantes de la política norteamericana en los últimos años. En la imaginación colectiva, porque Lewis Libby, un hombre hermético, sofisticado y distante, es la encarnación perfecta del lado oscuro, tal vez turbio y aún más atractivo por ello, de la secta neocon. Libby fue, además, de los que han elaborado la doctrina de que Estados Unidos debía y debe ser no ya una superpotencia, sino la única superpotencia mundial, sin posible competencia, porque de eso depende la pervivencia de la libertad y la democracia.
El juicio de Libby se convertirá sin remedio en un juicio sobre esta ambición política a partir de las alegaciones con las que se justificó la intervención en Irak. Serán llamados a declarar muy altos cargos de la Casa Blanca, entre ellos Dick Cheney. En la opinión pública resultará difícil borrar la sensación de que en el origen de la intervención para derrocar a Sadam Husein, una de las grandes etapas de la guerra contra el terror, hubo mentiras y juego sucio. Desde este punto de vista, el cerco sobre la Casa Blanca se ha cerrado un poco más.
Por otro lado, los daños se han limitado, hasta el momento, a una sola persona. Es posible incluso que Libby salga libre de cargos. Lo mismo ocurrió en otros varios juicios iniciados contra altos funcionarios durante la presidencia de Reagan. Resulta sorprendente que una persona tan sofisticada como Lewis Libby, con una excelente formación de abogado y muchos años de práctica a la espalda, se deje comprometer en un asunto como éste.
Mientras tanto, y si quiere salir del embrollo, la Administración Bush habrá de concentrarse en todo aquello en lo que hasta ahora ha andado más bien distraída.
Como ha apuntado Michael Barone, la retirada de la candidatura de Harriet Miers ha demostrado que Bush, con independencia de la posición de los demócratas, no puede hacer nada si no cuenta con el apoyo del movimiento de derechas que lo llevó al poder en 2000 y, sobre todo, en 2004. Por inadvertencia, por imprudencia o por temeridad –otros dirán por chulería–, Bush echó un pulso a sus amigos. Lo han ganado éstos, convertidos por un rato en adversarios.
Ahora Bush tiene que reconciliarse con ellos, y la nominación de Samuel Alito, un conservador de modales moderados, será de gran ayuda, aunque de esta batalla también han quedado algunas heridas: la demostración pública de que el movimiento de derechas, o liberal conservador, es más fuerte que el presidente, y, marginalmente –pero no sin futuras repercusiones–, la delicada posición de los evangelistas, que apoyaron la nominación de Miers mientras el resto del movimiento de derechas atacaba a Bush.
Además de la nominación de Alito para el Tribunal Supremo, Bush tiene otras bazas. Si nos hubieran dicho hace dos años que Irak tendría a finales de 2005 una Constitución respaldada en referéndum, que hay libertad de opinión y de religión, que se está formando un ejército de nueva planta y que la economía está creciendo un 4%, más que casi todos los países de la Liga Árabe, muchos se habrían burlado. Ahora prefieren no tener en cuenta estos hechos, que refuerzan la posición de la Casa Blanca, es decir la que mantuvo en su día Lewis Libby.
Bush también tiene la ocasión de reconducir el desmedido gasto en que ha incurrido, más que la Casa Blanca, el Congreso. Para eso habrá de enfrentarse a algunos sectores de la mayoría republicana muy poco amigos de hacer ningún sacrificio, aunque sea ejemplar. La buena marcha de la economía norteamericana le puede ayudar, así como plantear una reforma fiscal que simplifique el farragoso régimen impositivo.
Como se va viendo, los mayores problemas de Bush se deben –aparte de la distancia con respecto a la opinión pública– a su propia mayoría: el pulso entre la Casa Blanca y el movimiento conservador; la brecha abierta entre los evangelistas y el resto de los conservadores; la discrepancia entre bastantes congresistas y los liberal conservadores que aspiran a una mayor contención del gasto.
Otro asunto difícil es el de la inmigración, que divide a la derecha, enfrenta a Bush con algunos de los movimientos de base que lo respaldan y le puede estallar en cualquier momento, con consecuencias graves para su estrategia de formación de una mayoría republicana que integre a las minorías, en particular a los hispanos.
En todo esto los demócratas han tenido, por ahora, muy poco que decir. El panorama puede cambiar si surge un buen líder, con ideas y propuestas claras. Por ahora no ha salido ninguno.