En una especie de carrera contra el tiempo, los miembros de la OEA aprobaron por consenso, el 3 de junio, el derecho de Cuba a pedir el reingreso en la organización. Irónicamente, Fidel Castro respondió que no quería saber nada de ella: el jefe estalinista volvió incluso a tildar a la OEA de "cómplice de todos los crímenes cometidos contra Cuba". Asimismo, el presidente de la Asamblea Nacional cubana, Ricardo Alarcón, anunció que, a pesar de la histórica decisión, el régimen comunista no tiene ningún deseo de volver a la misma.
Estados Unidos apoyó la resolución, pero insistió en que se incluyera una cláusula según la cual el regreso de La Habana debería hacerse de acuerdo con las prácticas, propuestas y principios de la OEA. El proceso aprobado requiere que Cuba solicite inicialmente un diálogo y que su gobierno cumpla con varias condiciones. "Ser miembro de la OEA conlleva responsabilidades –dijo la secretaria de Estado, Hillary Clinton–, y nuestra obligación es cumplir con los estándares de democracia y gobierno que tanto progreso han traído a nuestra región". Una mayoría de países latinoamericanos y caribeños –encabezados por la Nicaragua del sandinista Daniel Ortega– argumentó que la readmisión de Cuba debía ser sin condiciones. "A la hora de exigir condiciones, Estados Unidos está muy aislado".
Resulta preocupante que tantos gobiernos de la región se muestren dispuestos a avalar que un régimen totalitario se una a un organismo de democracias sin pedirle a cambio compromisos sobre los derechos humanos.
La resolución de la OEA de 1962 era muy clara: "El actual gobierno de Cuba, que oficialmente se ha identificado como un gobierno marxista-leninista, es incompatible con los principios y propósitos del Sistema Interamericano". Casi medio siglo después, Cuba sigue siendo un gobierno comunista que no tolera la disidencia y encarcela a sus opositores. Su sistema político continúa siendo igual de incompatible con "los principios y objetivos" de la OEA que en 1962. Además, los 34 estados miembros de la OEA se han comprometido a cumplir con la Carta Democrática Interamericana, adoptada en 2001. Su lenguaje es inequívocamente claro: "Los Estados Miembros reafirman su intención de fortalecer el sistema interamericano de protección de los derechos humanos para la consolidación de la democracia en el Hemisferio".
Abrir las puertas de la OEA a una dictadura equivale a burlarse de esas palabras. Pero la ausencia de La Habana de la organización se había convertido en una obsesión regional. Es evidente que las presiones para que Cuba volviera forman parte de un esfuerzo más amplio para acabar con el aislamiento del régimen castrista.
Si los gobiernos patrocinadores del reingreso de Cuba se preocuparan más por las severas violaciones de los derechos humanos en la Isla, gozarían de mayor credibilidad. Desgraciadamente, ya se ha vuelto costumbre en los foros regionales denunciar acremente el embargo estadounidense pero callar cuando se trata de criticar la represión cubana o, para los mismos efectos, el aplastamiento de los derechos fundamentales en Venezuela, Nicaragua y Bolivia.
El abandono de la oposición antichavista no es ciertamente algo que pueda enorgullecer a América Latina. Algunos de los líderes actuales de la región –incluido el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva y la chilena Michelle Bachelet– fueron en su día disidentes demócratas que luchaban contra dictaduras, y en aquellos tiempos recibieron el apoyo de los demócratas venezolanos. Hoy, cuando la democracia venezolana se hunde bajo las botas de un dictador, la mayoría de los gobiernos guarda silencio.
La transformación política de América Latina fue, sin duda, uno de los grandes logros de finales del siglo XX. Pero ahora, mientras Haití se hunde en su tragedia y la libertad es atropellada en Venezuela y otros países, muchos políticos del Hemisferio han decidido que tender la mano a una satrapía estalinista es más importante que ayudar a una nación misérrima o defender la democracia. Deberían avergonzarse.
© AIPE
JAIME DAREMBLUM, director del Centro de Estudios Latinoamericanos del Hudson Institute (Washington).
Estados Unidos apoyó la resolución, pero insistió en que se incluyera una cláusula según la cual el regreso de La Habana debería hacerse de acuerdo con las prácticas, propuestas y principios de la OEA. El proceso aprobado requiere que Cuba solicite inicialmente un diálogo y que su gobierno cumpla con varias condiciones. "Ser miembro de la OEA conlleva responsabilidades –dijo la secretaria de Estado, Hillary Clinton–, y nuestra obligación es cumplir con los estándares de democracia y gobierno que tanto progreso han traído a nuestra región". Una mayoría de países latinoamericanos y caribeños –encabezados por la Nicaragua del sandinista Daniel Ortega– argumentó que la readmisión de Cuba debía ser sin condiciones. "A la hora de exigir condiciones, Estados Unidos está muy aislado".
Resulta preocupante que tantos gobiernos de la región se muestren dispuestos a avalar que un régimen totalitario se una a un organismo de democracias sin pedirle a cambio compromisos sobre los derechos humanos.
La resolución de la OEA de 1962 era muy clara: "El actual gobierno de Cuba, que oficialmente se ha identificado como un gobierno marxista-leninista, es incompatible con los principios y propósitos del Sistema Interamericano". Casi medio siglo después, Cuba sigue siendo un gobierno comunista que no tolera la disidencia y encarcela a sus opositores. Su sistema político continúa siendo igual de incompatible con "los principios y objetivos" de la OEA que en 1962. Además, los 34 estados miembros de la OEA se han comprometido a cumplir con la Carta Democrática Interamericana, adoptada en 2001. Su lenguaje es inequívocamente claro: "Los Estados Miembros reafirman su intención de fortalecer el sistema interamericano de protección de los derechos humanos para la consolidación de la democracia en el Hemisferio".
Abrir las puertas de la OEA a una dictadura equivale a burlarse de esas palabras. Pero la ausencia de La Habana de la organización se había convertido en una obsesión regional. Es evidente que las presiones para que Cuba volviera forman parte de un esfuerzo más amplio para acabar con el aislamiento del régimen castrista.
Si los gobiernos patrocinadores del reingreso de Cuba se preocuparan más por las severas violaciones de los derechos humanos en la Isla, gozarían de mayor credibilidad. Desgraciadamente, ya se ha vuelto costumbre en los foros regionales denunciar acremente el embargo estadounidense pero callar cuando se trata de criticar la represión cubana o, para los mismos efectos, el aplastamiento de los derechos fundamentales en Venezuela, Nicaragua y Bolivia.
El abandono de la oposición antichavista no es ciertamente algo que pueda enorgullecer a América Latina. Algunos de los líderes actuales de la región –incluido el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva y la chilena Michelle Bachelet– fueron en su día disidentes demócratas que luchaban contra dictaduras, y en aquellos tiempos recibieron el apoyo de los demócratas venezolanos. Hoy, cuando la democracia venezolana se hunde bajo las botas de un dictador, la mayoría de los gobiernos guarda silencio.
La transformación política de América Latina fue, sin duda, uno de los grandes logros de finales del siglo XX. Pero ahora, mientras Haití se hunde en su tragedia y la libertad es atropellada en Venezuela y otros países, muchos políticos del Hemisferio han decidido que tender la mano a una satrapía estalinista es más importante que ayudar a una nación misérrima o defender la democracia. Deberían avergonzarse.
© AIPE
JAIME DAREMBLUM, director del Centro de Estudios Latinoamericanos del Hudson Institute (Washington).