Después de ocho años de ausencia, regreso a mi ciudad natal. Para descubrir que no ha cambiado en lo fundamental, pero también que lo que ha cambiado lo es. Fundamental. (Nota bene: esta vez, sin links. Que cada quien se busque la vida. Que gracias a Google, todo es más fácil. Y, por tanto, previsible y aburrido).
Aparentemente, todo sigue igual: el tráfico infernal, un urbanismo caótico, más ranchitos en los cerros, calles sin aceras, aceras (cuando las hay) rotas o sucias o ambas cosas. Los conductores no respetan los pasos peatonales, los peatones, en su mayoría, son "gente humilde", como se dice aquí. O sea, pobres: hay que ser pobre de solemnidad para no tener coche en esta ciudad. O carro, como se dice aquí. Y hay gente en Caracas, mucha gente. En los andenes del metro están señalizados, en el suelo, unos carriles para que los usuarios esperen su turno de entrada en los vagones repletos. Como en Tokyo. Todos hacen cola y esperan. Pacientemente.
Tampoco ha cambiado la cara más amable de esta ciudad: el marco físico. El valle de Caracas, a casi mil metros de altitud, tiene un clima bendito. Sobre todo en diciembre. Ni frío ni calor. Y siempre que vuelvo me sorprende la vegetación. Lo digo no sólo por el Ávila, montaña imponente que separa la ciudad del Mar Caribe. Caracas está salpicada de verde: árboles (matas, se dice aquí) de mango, esbeltos chaguaramos, acacias, jabillos, apamates, araguaneyes. La toponimia de muchos barrios de Caracas delata la feracidad del valle antaño bucólico, que hasta el XIX estuvo salpicado de haciendas de cacao: Los Jabillos, Los Samanes, Los Chaguaramos, Las Acacias.
Los caraqueños tienen fama de anárquicos, de ir cada quien a su bola. Pero me llama la atención lo que desmiente el lugar común. En el metro, por ejemplo, en los autobuses y camionetas del transporte público, los habitantes de esta ciudad se muestran recatados, discretos, evasivos. Hasta parecen tristes, británicamente tristes, lo que desmiente otro tópico: el del trópico bullanguero, fiestero, jodedor.
Un día, en la entrada de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, me tropiezo con Rafael Cadenas. Es uno de los grandes poetas venezolanos, en un país que ha dado, desde Ramos Sucre, unos cuantos, y además notables: Vicente Gerbasi, Juan Sánchez Peláez, Hanni Ossott, Eugenio Montejo. Cadenas no tiene, nunca ha tenido carro. Y aparte de leer y escribir, su mayor afición es caminar por Caracas. Lleva medio siglo haciéndolo, todos los días. Hay que ser poeta, y no haber nacido en Caracas, para calarse, como dicen aquí, la ordalía de recorrer esta ciudad a pie. De pronto me dice: "Has visto, la gente está destruida. Se ve en las caras".
Me fijo. Es verdad, pero sólo a medias. Hacen falta buenas dosis de fatalismo y resignación para vivir en Caracas, sin duda. Trámites burocráticos que en cualquier país del Primer Mundo se resuelven casi por sí solos, como obtener un pasaporte o una copia de la partida de nacimiento, aquí pueden consumir semanas del ciudadano de a pie. Ése que no tiene carro, ni palanca o influencias. El "pata en el suelo", como se dice aquí.
Hace ocho años, los caraqueños hablaban del alto coste de la vida. Venezuela, ya entonces, destacaba por su inflación, que hoy es la más alta del continente. Y por lo peligroso que era vivir en Caracas. Ahora es peor: los homicidios baten todos los récords. Cinco días antes de regresar a Barcelona mataron a tiros a la directora de un colegio cuando esperaba en su coche que se abriera la puerta del garaje de su casa. A las once de la mañana, en la parte alta de la avenida Mohedano. Una zona residencial, cara, de la ciudad. La prensa recoge sucesos como éste a puñados, un día sí y otro también.
Las zonas residenciales, las urbanizaciones, parecen remansos de paz. Edificios con zonas ajardinadas, guardia jurado en la puerta, cámaras y sistemas de seguridad. Pero si hace ocho años todas estas residencias estaban rodeadas de temibles alambradas salpicadas de cuchillas, ahora los altos muros exteriores están erizados de vallas electrificadas. Alto voltaje. Bello Campo, La Castellana, Altamira, Los Palos Grandes, Los Chorros: las urbanizaciones de la clase media alta, en el este de la ciudad. Donde viven los escuálidos, como los ha bautizado Chávez. Antes se decía los sifrinos, los pijos. Los que salen a manifestar masivamente contra el último fraude de ley de Chávez: someter de nuevo a referéndum una enmienda constitucional que le permita presentarse a elecciones indefinidamente, saltándose a la torera el mayoritario no que ya le opusieron los venezolanos hace poco más de un año.
Urbanizaciones de lujo y semilujo, llenas de restaurantes, de tiendas de alimentación en las que hay de todo, a precios que la mayoría, en una ciudad donde el salario mínimo ronda los 800 bolívares fuertes (un poco más de 100 euros), no puede soñar con pagar. Aquí nadie camina por las calles, sólo surcadas por coches último modelo. Un día veo pasar un Jaguar (verde oliva, claro). Con matrícula local.
Caracas: el único lugar del mundo donde tengo reacciones de paleta. ¡Un Jaguar en Caracas! ¡Cómo es posible! Pero mi paletismo responde, en Caracas, al instinto de supervivencia: me alarma ver suicidas por las calles llevándose una Magnum a la sien, tan alegremente.
Tampoco ha cambiado la calidez y hospitalidad de los caraqueños. Y las fiestas navideñas siguen siendo un espléndido pretexto para derrochar ambas mercancías. Qué importa la inflación, o saber que se acabó la bonanza petrolera de estos últimos años y que lo que se viene encima es una recua de vacas flacas. A los caraqueños les encanta abrir las puertas de su casa, son magníficos anfitriones, disfrutan botando [tirando] la casa por la ventana. Cocinan divinamente los platos tradicionales de la navidad caraqueña (las hallacas, los perniles asados, la ensalada de gallina), y las reuniones duran horas y horas. Se bebe y come mucho, pero sobre todo se habla. Los caraqueños siempre han sido grandes conversadores.
Hay que conocer un poco esta ciudad y sus habitantes para detectar los cambios, debajo de la aparente continuidad de los hábitos. Cambios profundos. Y perniciosos. La obsesión con la política, por ejemplo. Antes, lo normal, cuando entre caraqueños se hablaba de política, era despachar el asunto con un par de chistes. Es famoso el ingenio verbal de los caraqueños. O era. Habrá que resignarse a hablar en pasado, al menos por ahora. Antes, daba igual que tu interlocutor fuera adeco o copeyano, o ñángara, es decir muy de izquierdas. Ahora, los antichavistas y los chavistas, salvo casos excepcionales, ni siquiera se hablan. Nunca coinciden: no van a los mismos restaurantes, no se invitan a sus casas. Por primera vez, veo en Caracas comportamientos más propios del País Vasco, incluso de la actual Cataluña. Ha desaparecido el espacio común, el ágora, incluso su réplica íntima, el ágora privada y casera.
Este es el peor legado de los diez años de Chávez en el poder: ha logrado convertir a los afables caraqueños en españoles cabreados. Toda una hazaña. Para quien pretende ser el continuador de Bolívar, más que eso: el regreso a las formas más primitivas, menos civilizadas de disenso social.
La obsesión con Chávez es omnipresente, cierto, pero basta con pasar una temporada en Caracas para comprender que esa obsesión es inevitable. En apenas las seis semanas de mi estadía, Chávez se encadenó cinco veces e intervino en siete mítines diversos, también transmitidos en directo por radio y televisión. Mientras la economía del país se viene abajo y los índices de delincuencia se disparan, ha impuesto otra contienda electoral, menos de tres meses después de los últimos comicios, y empapelado la ciudad entera con su eslogan del momento, que cuelga en inmensos carteles de las fachadas de ministerios y sedes de organismos oficiales: "¡Uh, Ah! Chávez no se va!". La oposición, que sigue siendo un conglomerado amorfo de personalidades más o menos dadas al egocentrismo y el autobombo inane, entra al trapo al comandante: en vez de denunciar con vigor el fraude de ley del referéndum bis y hacer campaña para dar a ver lo que salta a la vista: que el rey va en pelota viva, y centrarse en lo importante (las elecciones legislativas de 2010), sigue el juego al caudillo. A la oposición venezolana ni siquiera puede aplicársele aquel verso de Mío Cid: "Dios, qué buen vasallo, si hubiese buen señor". Y no es que falte finezza. Ojalá. Falta, simplemente, sentido común. Y olfato político.
Porque, sin embargo, ahí está el buen vasallo. En el metro, por ejemplo. Entre los pata en el suelo. Lo viví tres veces, en plan déjà vu de Matrix. En dos oportunidades iba conversando con amigos en el metro. De pie, claro: el vagón iba de bote en bote. Un chico joven, una mujer ya mayor, reaccionaron al oírme decir: "Pero esta estación, Miranda, antes no se llamaba así, ¿no?". Porque, en efecto, originalmente esa estación se llamaba Parque del Este. ¡Del Este! ¡De los escuálidos! Así que el régimen, hace medio año, le cambió el nombre. Pura memoria histórica, a la chavista manera. Y bien, un muchacho joven, una mujer mayor hicieron lo impensable (no vaya a creerse: los caraqueños, pese a su fama caribeña y desmelenada, son poco proclives a congeniar con extraños). El uno alzó la voz y, mirándome fijamente, soltó: "Es que ÉL hace lo que le da la gana". La mujer, tímida y un poco nerviosa, dijo, casi para sí, pero en voz alta: "Así, todos los días. Esto es lo que tenemos que aguantar".
Reacciones novedosas: el soberano está hasta las cejas del comandante, y lo manifiesta sin recato. Como lo manifiestan los dueños de las tiendas de Chacao, un barrio que la gestión de Leopoldo López ha convertido en la excepción en Caracas: a la vez clase media baja, con sus comercios regentados mayoritariamente por descendientes de portugueses, españoles (gallegos, como se dice aquí), turcos, sirios, croatas (la Casa de Croacia tiene su sede en una de sus calles), muy degradado hace veinte años, hoy es un barrio ejemplarmente cívico. Uno de los pocos barrios de la ciudad donde se puede hacer vida a la europea: ir el fin de semana al mercado municipal, pasear por sus calles, saludar en la calle a los vecinos. Pero para los chavistas es un símbolo del Este, de los escuálidos. Razón suficiente para castigarlo. Por eso la mitad de los comercios ostentan en la vitrina el infamante rótulo del Seniat, el brazo fiscal del régimen: "Establecimiento desahuciado por incumplimiento de la normativa vigente". Raúl, hijo de españoles y dueño de una minúscula tienda de alimentación, me dice, poco antes de acabar el año, que no sabe si podrá abrir en enero. Porque funcionarios del Seniat acaban de hacerle una inspección y le han impuesto una multa de varios millones de bolívares. ¿La razón? No tener al día su libro de registros. Raúl tiene su negocio informatizado, pero eso no basta: además, tendría que asentar diariamente las ventas a mano. Como en el siglo XIX.
Peor que en el siglo XIX: no se puede comprar una pastilla de jabón en una farmacia o un DVD virgen en una tienda del ramo sin tener que comunicar datos personales. Nombre, apellidos, documento de identidad, lugar de residencia, teléfono. Lo comento con amigos. Ah, es así. Es el Seniat. Todo el mundo pasa por el aro. ¿Cómo puede ser? Salen a la calle a manifestar su descontento con la última ocurrencia del tirano, lo que le viene de perlas a éste: así los mantiene obsesionados y a la vez distraídos de lo esencial. Porque lo esencial es esto otro: cada vez que respiras, te hacen una foto. Para utilizarla el día de mañana, cuando y para lo que le convenga al régimen. Todos fichados.
Sí, Caracas comienza a parecerse a La Habana. ¡Si hasta existe una Plataforma para la Suprema Felicidad Social! Con sede en la avenida Andrés Bello, frente al mercado Guaicaipuro. Una importación más del régimen comunista caribeño. Otra herramienta de control. En este caso, la intención del régimen es controlar las telecomunicaciones y los accesos a internet. ¿Pero no se dan cuenta?
En el aeropuerto, me cae la locha. Como dicen los caraqueños. O sea, al fin comprendo. Han abierto registro del vuelo, pero hay que hacer de nuevo cola, una más, esta vez en el brazo articulado que conduce al avión. Veinte minutos. El vuelo saldrá más de una hora atrasado. ¿Por qué? Porque hay que someterse a un último control. A cargo de la Guardia Nacional. Uno a uno, una a una (y lo digo así no porque me haya convertido a la religión de la retórica políticamente correcta de género, sino porque nos segregan, en plan iraní: las mujeres por un lado y los hombres por otro), tenemos que someternos a un cacheo exhaustivo.
Antes de marchar de Venezuela. Una vez más. Pero cada vez peor. Y cada vez, mecachis, con más cariño dolido.