No era cierto: en esa mitad que votó en su contra necesariamente hay cientos de miles de ecuatorianos de los niveles sociales más pobres, incluidos muchos indígenas, y un gran sector de la clase media. Correa no ignora, además, que si en el cómputo se hubiesen tenido en cuenta las boletas anuladas o en blanco –es decir, electores que no respaldaron sus propuestas–, como suele ser la regla en ese tipo de comicios, habría salido claramente derrotado. Cambió las reglas para beneficiarse.
Si Correa fuera un estadista sereno, advertiría que en el país no hay consenso para su revolución ciudadana, en la medida en que tras esa etiqueta se esconde el propósito de dotar al presidente de unos poderes ilimitados. La inmensa mayoría de los ecuatorianos seguramente está de acuerdo con él cuando afirma que el poder judicial está podrido –como prácticamente todo el aparato estatal–, pero la forma de adecentarlo no es entregar toda la autoridad al Ejecutivo para que haga lo que le dé la gana. El país no quiere jueces venales, pero tampoco quiere que el presidente asuma los otros poderes que equilibran y dan sentido y forma a la estructura republicana.
La mitad de los ecuatorianos tampoco está de acuerdo en controlar las informaciones y las opiniones que vierte la prensa. De eso se encarga el consumidor, con su preferencia diaria. Si no le gusta el periódico, no lo compra. Si no le gusta la estación de TV o de radio, simplemente cambia de canal. Lo que no es de recibo es que el presidente, obcecado por su naturaleza colérica, demande judicialmente a los periodistas que lo critican, encarcele a los ciudadanos que le enseñan el dedo medio en señal de desaprobación y pretenda convertir a los medios de comunicación en un amable coro de sicofantes.
La función del Estado no es vigilar a la prensa; es la prensa, de hecho, la que debe vigilar al Estado. Lo grave no es que los accionistas de un diario lo sean también de una cementera o de una fábrica de tornillos, sino que el Estado controle medios de comunicación, medios que jamás investigarán la actuación de los funcionarios públicos ni, mucho menos, condenarán al presidente. Ahí sí existe un enorme conflicto de intereses que no es tolerable en una sociedad realmente moderna y progresista.
Lo que pretende hacer el presidente Correa –y ojalá desista tras los resultados del referéndum– es demoler los cimientos de la democracia liberal y sustituirlos por una democracia dictatorial.
No estoy jugando con las palabras. La democracia liberal es el tipo de Estado en el que la masa consiente en ser gobernada si constitucionalmente se protegen los derechos individuales, incluido el de propiedad, si se establece una división de poderes que limite la autoridad de los mandatarios y si existe una economía de mercado en la que la función de producir recaiga, fundamentalmente, en la sociedad civil. O sea, el modelo de convivencia que encontramos en los treinta países más desarrollados y felices del planeta.
En cambio, la democracia dictatorial, descrita y defendida por el dominicano Juan Bosch en un ensayo de 1969 titulado Dictadura con respaldo popular, revivida por Chávez en el llamado socialismo del siglo XXI, con antecedentes remotos en el despotismo ilustrado de los siglos XVII y XVIII, es un tipo de Estado en el que la autoridad, ejercida por un caudillo excepcional legitimado en las urnas por una mayoría que abdica de sus derechos y del control de sus vidas, se impone a la masa, supuestamente para su gloria y beneficio, algo que casi nunca sucede en la práctica, porque los treinta pueblos más pobres y desdichados del planeta caen, precisamente, en esa categoría.
¿Rectificará el presidente Correa? Ojalá, pero me temo que no. Estamos ante un problema de deformación del carácter. Sé que la conducta se puede transformar, pero para ello el sujeto tiene que estar avergonzado de ciertos comportamientos negativos, y no hay síntomas de que Correa sea capaz de asumir humildemente una visión autocrítica. No está en su naturaleza.