Quizá. Pero la mayor parte de la violencia se ha centrado en la región de Seine-Saint-Denis, un área que conozco bien desde mi primera estancia allí, en los primeros años 80. Y me parece que gran parte del problema es propio de Francia.
En primer lugar, los desórdenes civiles son una tradición nacional popular –Francia aún se toma en serio su historia revolucionaria–. Las huelgas laborales radicales no son infrecuentes, y la retórica protestataria socialista, con banderas rojas e himnos de barricada, forma parte del paisaje cultural francés de un modo que ya no se observa en otros países europeos. De modo que ver a gente joven contrariada expresando su cólera con ataques a la policía no es sorprendente.
Además, Francia tiene problemas especiales con su población inmigrante. Al contrario que Gran Bretaña (donde los radicales dominan el islam) o España, los Países Bajos o Dinamarca (donde operan pequeños grupos islamistas de financiación saudí), Francia afronta una situación que tiene que ver más con la nacionalidad árabe y africana y con la raza que con la fe.
En lo que respecta a los inmigrantes, Francia no es un ascensor social de subida. No recompensa la educación o el espíritu emprendedor mediante el impulso de la integración justa de árabes o africanos negros.
Sí, en el pasado una delgada capa de la élite de las colonias fue arrastrada a asentarse en Francia, incluso si seguían siendo musulmanes o se trataba de gente de color. Los franceses incluso se jactaron de su presunto igualitarismo al tratar con intelectuales negros que acudían al país de visita, como el americano James Baldwin o como Frantz Fanon (nativo de Martinica), que fueron aceptados y elogiados en círculos literarios parisinos.
Pero en Francia asimilación significa algo muy distinto que en América. Los que prometen su permanente lealtad a Francia deben pagar un precio mucho más elevado: rendir la propia identidad y aceptar por completo "lo francés", lo cual significa el uso exclusivo de la lengua francesa, un secularismo radical y, típicamente, el abandono de la mayoría de los vínculos con el antiguo hogar.
Francia tiene, asimismo, una población judía de cerca de un millón de personas (la tercera más grande del mundo, después de la de América e Israel), de los que el 70% vivía anteriormente en el norte de África. Ni los inmigrantes musulmanes ni los inmigrantes judíos se sienten particularmente cómodos hoy con el efecto de las normas sociales francesas sobre sus culturas. Ambos se sienten ultrajados por la reciente prohibición de cubrirse la cabeza en las escuelas públicas (el hijab de las niñas musulmanas, la kipá de los niños judíos). Francia incorpora la libertad de religión, no la libertad religiosa.
A continuación, abandonó silenciosamente, de facto, incluso esta visión de la asimilación, antes de acabar la década de los 70.
Tras 1962, cuando Francia perdió la guerra de independencia argelina, miles de árabes que temían ser marcados como colaboradores del imperialismo galo cruzaron el Mediterráneo. Les siguieron los inmigrantes económicos, después los refugiados de la segunda guerra argelina (que enfrentó al Gobierno socialista con los islamistas ultrarradicales, con 150.000 musulmanes muertos). Francia tiene hoy hasta seis millones de musulmanes, o un décimo de la población (la mayor minoría islámica de Europa, fuera de Rusia). Pero el grueso de estos inmigrantes ha sido hacinado en guetos separados (en los suburbios de París y en otras partes), donde permanecen constantemente en la clase inferior.
Otros dos factores de esta desafortunada situación raramente se difunden en el exterior. En primer lugar, las fuerzas del orden son conocidas por abusar de la gente corriente, y la policía de París en particular tiene una reputación temible. En segundo lugar, los suburbios en donde han explotado los disturbios, en Seine-Saint-Denis, pertenecen al llamado “cinturón rojo”, gobernado desde hace tiempo por el Partido Comunista.
En los años 80, cuando los comunistas comenzaron a perder los votos de la clase trabajadora blanca frente al Frente Nacional anti-inmigrante de Jean-Marie Le Pen, los estalinistas reaccionaron intentando aventajar al Frente en el ataque a árabes y africanos. Recuerdo vivamente un acto entonces sorprendente, a finales de los años 80, cuando Paul Mercieca, el alcalde comunista de Vitry-sur-Saine (otro punto de inflamación de la violencia actual), demolió un edificio habitado por 300 inmigrantes procedentes del oeste de África.
Por lo tanto, Francia no tiene las manos limpias en estos asuntos... o en otros. Su historial de capitulación ante los nazis, seguida de la cooperación a la hora de deshacerse de los judíos durante el Holocausto, fue abominable, y estos capítulos de la historia no han sido adecuadamente cerrados.
A finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos se preparaba para conceder la completa independencia a Filipinas, una colonia por la que habíamos dado tanta sangre y dinero, y Gran Bretaña abandonaba su imperio, los soldados franceses fusilaban en masa a los argelinos en representación de un Gobierno con miembros comunistas. Los argelinos habían cometido el error de pensar que la victoria de la democracia sobre el fascismo significaría la libertad para ellos.
La historia francesa moderna, en fin, representa una sucesión de errores, atrocidades, traiciones y mentiras. La factura por siglos de arrogancia, abandono, fe en una superioridad francesa innata, asimilación obligatoria y gobierno central tiránico ha vencido. No va a ser pequeña.
Los programas multiculturales, las leyes de vivienda justa, los planes de bienestar social, incluso la inversión, pueden llegar tarde, mal y nunca. Desafortunadamente, imaginar hoy una solución justa y equitativa al problema de los inmigrantes africanos árabes y negros de Francia es casi imposible.
El resto del mundo sólo puede rezar por que la violencia termine, la agitación islamista sea silenciada y los franceses apechuguen con sus errores. Pero hay pocas esperanzas de que tales oraciones vayan a ser pronto respondidas.
Stephen Schwartz (Suleiman Ahmed Schwartz), musulmán sufí, fundó y dirige el Centro para el Pluralismo Islámico de Washington, la principal institución musulmana moderada del mundo. Autor de Las dos caras del Islam, es columnista de varios medios, entre los que se cuenta The Weekly Standard.