Las manifestaciones orquestadas no hacen sino enmascarar la realidad. El pasado 11 de diciembre un grupo de estudiantes interrumpió un discurso del presidente del país, Mahmud Ahmadineyad, con gritos de "¡muerte al dictador!". En Ahvaz, el 2 de enero, un manifestante enarboló una pancarta en la que se denunciaba la inflación, el desempleo y los niveles de criminalidad que soporta Irán. Y los comicios recientemente celebrados representaron un auténtico varapalo para los partidarios de la línea dura.
Por desgracia, Occidente, en lugar de buscar la manera de capitalizar la debilidad del régimen de los ayatolás, se ha cegado con la vía diplomática. Los diplomáticos europeos, con sus cantos al compromiso, han conseguido que el comercio con Irán se triplicara entre 2000 y 2005. Teherán canalizó el 70% de las divisas que obtuvo por esta vía hacia sus programas nucleares y militares. Para cuando la secretaria de Estado norteamericana, Condoleezza Rice, ofreció conversaciones a Irán, los ayatolás anunciaron que redoblarían sus esfuerzos en materia nuclear. Hace bien poco, Ahmadineyad dijo que "humillaría" a Estados Unidos.
Los diplomáticos europeos afirman que su estrategia está dando resultados, pero en privado aseguran que la nuclearización de Irán es inevitable. Las sanciones parciales aprobadas en diciembre por la ONU no pasan de ser algo simbólico. Para que sean eficaces, las sanciones han de ser exhaustivas; los diplomáticos podrían levantarlas cuando los iraníes acatasen una serie de condiciones.
El caso es que la ONU es incapaz. Si el presidente Bush es sincero cuando dice que Estados Unidos "no tolerará" un Irán con armas nucleares, puede que Washington tenga que actuar en solitario. Esto no equivale, necesariamente, al uso de la fuerza; puede equivaler a tratar de explotar los puntos débiles del régimen de Teherán.
La República Islámica está sometida a una presión tremenda. En un reciente informe de la Universidad Johns Hopkins se dice que la industria petrolífera iraní puede venirse abajo en diez años como consecuencia de la mala gestión y del lamentable estado de las infraestructuras. En estos momentos Irán tiene que importar el 40% del crudo que consume. La economía local es incapaz de proporcionar empleo a los 700.000 jóvenes que se incorporan cada año al mercado laboral. El Banco Mundial estima que el actual PIB iraní es un 30% inferior al de los años 70. Hay expertos que cifran en 5 millones el número de iraníes adictos a las drogas. Y la prostitución se ha disparado con la extensión de la pobreza.
La Casa Blanca debería explotar las cada vez más anchas grietas de la sociedad iraní. Bush debería apoyar a los sindicatos independientes iraníes tal y como Ronald Reagan apoyó a los huelguistas polacos en 1981. Forzar al régimen de los ayatolás a hacerse cargo de su gente servirá tanto para mejorar la vida del iraní medio como para socavar los delirios de grandeza de Ahmanineyad en materia de política internacional. Así como las huelgas salvajes facilitaron el lanzamiento de la Revolución Islámica, también podrían echarla abajo.
Criticar la retórica de Bush sobre el Eje del Mal es un error de primera magnitud. Llamar a las cosas por su nombre no sólo contribuye a enfriar la disposición europea a invertir en la industria iraní, es que la disposición de los demócratas iraníes a expresar sus opiniones ha crecido en la medida en que han aumentado las declaraciones de la Casa Blanca relacionadas con la libertad. Esta efectiva y no bélica manera de proceder debería merecer el aplauso de los pacifistas.
Por último, la diplomacia norteamericana debería dar prioridad a la información sobre la música pop. El régimen de Teherán se vería obligado a desechar como propaganda las noticias sobre corrupción y malestar ciudadano originadas en la prensa local pero convertidas en nacionales luego de pasar por La Voz de América.
Emprender una acción militar contra Irán representaría una tragedia; sólo sería necesario en caso de que la política norteamericana siguiera empantanada. Sea como fuere, la Casa Blanca y el nuevo Congreso están de suerte: si juegan bien sus cartas, éste podría ser el último año de Ahmadineyad como presidente de la República Islámica.