Pues bien, a pesar de todo, Bush sigue en campaña; más aún, está concentrándose en un punto muy específico. El presidente podría estar subrayando lo que en estos dos últimos años ha ayudado a conseguir, en particular el buen estado de la economía norteamericana, debido, según los análisis más solventes, a las bajadas de impuestos. También podría subrayar algunas de las propuestas electorales de los demócratas –y de las que los propios demócratas no están hablando–, como la subida de impuestos, la regulación en los productos farmacéuticos o el futuro veto a cualquier extracción petrolífera en el territorio norteamericano, es decir en Alaska. Obviamente, los demócratas prefieren insistir en la crisis en que está sumida la coalición que apoyó a Bush en 2004 en vez de llamar la atención sobre sus propias propuestas, bastante confusas y poco populares.
El caso es que Bush ha dejado de lado prácticamente todos los asuntos; excepto uno: la seguridad nacional, que incluye la situación en Irak y la guerra contra el terrorismo.
Su dimensión estratégica resulta clara. La seguridad nacional es la clave de arco de todo el legado de Bush, y de la coalición que le apoyó en 2004. Cualquier otro tema, incluidos la economía, el coste de la energía o la inmigración, es secundario. Con más razón aún lo son aquellos en que los republicanos no han logrado sacar adelante las reformas prometidas, en particular la de las pensiones, aunque Bush declare una y otra vez que todavía tiene dos años para aprobarlas.
Se dirá que Bush se empeña en hurgar en la herida que más le perjudica. Pero en este punto se combinan dos cuestiones, una puramente personal y otra política, como es inevitable, por otra parte, en quien ocupa un cargo como el suyo.
En lo personal, Bush está decidido a no dar la misma impresión de los dos últimos presidentes que se enfrentaron a una guerra… y la perdieron. Johnson se hundió tras la Ofensiva del Tet, ganada en el campo de batalla pero perdida ante la opinión pública norteamericana, y decidió no presentarse a las elecciones de 1968. Nixon, que ganó las de ese año y las siguientes, asumió que su papel era ordenar la retirada. Los dos aceptaron la derrota y pagaron un coste personal, incluso físico, gigantesco.
Estados Unidos alcanzó el punto más bajo, en lo moral y en lo económico, desde hacía muchas décadas. Y el Partido Republicano pareció hundirse después de muchos años esforzándose por salir de la oposición. Sólo tras la elección de Reagan, con el que de nuevo se restauró la moral de victoria, empezaron a cambiar las cosas.
Obviamente, Bush no va a seguir el ejemplo de sus dos predecesores. Se ha dicho que Kissinger frecuenta mucho la Casa Blanca, pero Bush no está siguiendo la política de Kissinger en los años 70. La situación en Irak puede llevar a toda clase de consideraciones militares o estratégicas. Pero no llevará Bush a aceptar una derrota. Lo está diciendo una y otra vez: mientras él permanezca en el cargo, Estados Unidos seguirá en su actitud de ofensiva frente al terrorismo islamista, o islamofascista, como lo ha llamado varias veces. Cualquier cambio de fondo está descartado.
Eso no quiere decir que no se estudien fórmulas que permitan al ejército de Estados Unidos salir de la trampa –hay quien dice chantaje– en la que parecen haberle colocado las diversas facciones iraquíes. Pero Bush insiste en que no va a aceptar ni retiradas ni plazos que sean –o parezcan– rendiciones o derrotas.
La clave es el 11-S. Para Bush, allí quedó demostrado que Estados Unidos es vulnerable. Si no ataca antes, le atacarán. Es una de las muchas diferencias con lo ocurrido en Vietnam. Entonces el frente estaba lejos, en el sureste asiático. Ahora está en todas partes, incluido el territorio norteamericano. En consecuencia, no es concebible una derrota como la que sufrió el país en Vietnam.