La Nación no se explica por identidades religiosas, cada vez más problemáticas, ni por unidades de lengua, cada vez menos numerosas. La Nación es lo que dice la gran mayoría de los estudiosos del Estado y la Política, es un estado de alma.
En los albores del siglo, Colombia era una nación desahuciada, llena de congojas, carcomida por el pesimismo, a la expectativa de las malas noticias, que parecían el único nutriente de su vida triste. Los noticieros de televisión no concebían la apertura sin imágenes del último pueblo destruido, sin los rastros de la pesca milagrosa más reciente, sin la relación de la masacre de turno. Nos alimentaba la tragedia.
¡Qué olvidadizos resultamos! Aquellos días de lágrimas los mandamos al sótano de la memoria, y tal vez sea bueno ese mecanismo de defensa. Pero también relegamos del horizonte vital aquellas emocionantes escenas de cuando empezamos a recorrer, libres de miedo, nuestras carreteras. De cuando volvimos al solar nativo. De cuando recuperamos la noción de que Colombia era un posible destino de negocios, o simplemente de placer. En aquel tiempo, las bocinas saludaban en la carretera al soldado amigo, despedido con un pañuelo flotando en el aire, como una nueva bandera.
Los secuestros, los asaltos, las muertes, las derrotas al ejército, se esfumaron, y parece que también el recuerdo de gratitud por los que hicieron posible ese milagro.
El país se pobló de proyectos y de ilusiones. Nos convertimos en el destino favorito de los inversionistas del mundo. Por épocas, tenía visos de hazaña encontrar una habitación en los hoteles de las grandes ciudades. Los congresos, los seminarios, las conferencias se sucedían unos a otros. Y en todos ellos se daba la emoción del regreso a una vida normal, propicia para las grandes empresas. Si aparecían en el escenario el presidente Uribe o el general Mora Rangel, se mecía el escenario entre vítores y ovaciones. Colombia era una carta ganadora. Y fue con esa fe, con esa sensación de éxito común, como reelegimos al presidente Uribe y como confirmamos esa adhesión en las reveladoras encuestas sobre su popularidad y nuestro optimismo.
Será difícil entender cómo pasamos de aquella euforia a estos tiempos amargos y confusos. A la Junta Directiva del Banco de la República le pareció que crecíamos mucho y decidió acomodarnos en nuestra antigua mediocridad. Y por otro lado, después de ganar la guerra de las selvas, nos dedicamos a perderla en el campo de las emboscadas políticas. A qué horas ocurrió, será difícil saberlo. Pero lo cierto es que empezamos a dudar y nos dejamos quitar las sensaciones de victoria y confianza.
Estamos de vuelta a los sótanos del conformismo con la supervivencia, con el llevar a cuestas la cruz de una vida gris, sin grandes ambiciones, sin esperanzas, sin disposición para altas empresas. Los últimos golpes contra nuestras Fuerzas Militares nos han pegado en la mitad del corazón. Y hay como una sensación de abandono, porque el líder de la gran epopeya, el héroe de las mejores conquistas parece cansado, distante, apático. Sentimos que mandan grupos siniestros, que nos perdemos entre conspiraciones cobardes, que la orden del día es la claudicación y la renuncia. Adiós al alma de una nación esplendorosa, vital, ganadora.
Y lo peor es que estamos perdiendo esta guerra sin saber quién nos derrota ni por qué arriamos las banderas.
Colombia está enferma, y su enfermedad es del alma. Que vuelva el capitán de su extraño viaje. Que recupere a un pueblo que sigue estando a su lado, aunque pueda verse, en la frialdad escalofriante de una cifra, que en dos meses perdió un 38% de entusiasmo por vivir.