Las encuestas muestran que la diferencia entre Uribe y los demás es inmensa, y que todos sus rivales políticos están por debajo de esa suerte de umbral que representan el "Ninguno de los Anteriores" y el "No sabe/No responde", a pesar de que en los sondeos se muestran abanicos con todos los que podrían ser candidatos y aun con personajes que no están en los planes de nadie.
Sea como fuere, Uribe ha destapado sus verdaderas intenciones: no reelegirse más pero dejar la puerta abierta para lanzarse –en 2010 o en 2014– en caso de que se cierna sobre el país el peligro de la famosa "hecatombe", que no sería otra cosa que volver al pasado en materia de seguridad: Fuerzas Armadas famélicas y acuarteladas, contemporización con las guerrillas, indiferencia ante el paramilitarismo, complicidad con el narcotráfico, etcétera; y, como resultado de esa vuelta al pasado, altas cifras de homicidios y secuestros, recrudecimiento de las masacres, resurgimiento de los grandes cárteles de la droga, reverdecimiento de las guerrillas y de su hijo bastardo: el paramilitarismo, etcétera.
Colombia sería entonces, de nuevo, un Estado cuasi fallido; un país inviable del que todo el mundo querría irse –como a finales de los noventa– y en el que nadie desearía invertir. El agravamiento de estos problemas nos llevaría a una polarización extrema: la subversión tendría un gran apoyo en el vecino venezolano y la derecha reaccionaria daría un coletazo desmedido en la brega por impedir la instauración, a estas alturas del partido, de un trasnochado régimen comunista. ¡Si Bolivia está prácticamente inmersa en una guerra civil por lo mismo!
No es poco lo que se ha ganado, ni lo que está en juego. No es posible ocultar lo primero, a pesar de los descomunales esfuerzos de los analistas de izquierda, que inundan los diarios de infundios, ni se puede confundir al ciudadano con supuestas poses dictatoriales del ciudadano presidente. No les queda bien a los opositores atribuir a Álvaro Uribe características de Hugo Chávez que no tiene... y que al venezolano le aplauden, a pesar del inapelable fracaso de su robolución. Uribe no cierra canales de televisión, no aprueba mediante normas retorcidas (la Ley Habilitante) lo que le ha sido negado en referendos, no apoya grupos terroristas, no anula a sus opositores con sucias artimañas ni ha expulsado al director de Human Rights Watch –aunque debiera– por las muchas necedades que ha proferido contra el Gobierno en estos seis años.
Lo más importante es que, a diferencia del vecino veneco, Uribe no se va a atornillar en el poder ad eternum. Pero ahí es donde precisamente surge el dilema. Y es que, a pesar de que no es deseable que alguien –por bueno que sea– se eternice en el cargo, no está claro quién podría remplazar a Uribe sin que Colombia corra el peligro de volver al pasado, a lo mismo de antes.
La coalición de gobierno está conformada por una camarilla de oportunistas y pegada con babas. No hay mayores probabilidades de que sus principales facciones –el Partido Conservador, el Partido de la U y Cambio Radical– se unan en una consulta para escoger un candidato único que sea un verdadero sucesor del actual mandatario y recoja sus banderas. Y lo más grave es que los más importantes miembros de la coalición –el ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, y el ex senador Germán Vargas Lleras– no sólo carecen de buena aceptación en las encuestas, sino que en algunos sectores generan más resistencia de lo que sería deseable.
De manera que, si la unidad misma está en duda, quedaría la alternativa de hacer algo similar a lo de Vladímir Putin en Rusia, quien sigue gobernando por persona interpuesta (Dimitri Medvédev). Uribe sería vicepresidente o ministro de Defensa de cualquiera que él designe como presidente, aunque no cabe duda de que lo que dos de cada tres colombianos quieren es que continúe él, sin intermediarios.
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