Israel es tan escrupuloso con la vida de los civiles que, arriesgándose a perder el factor sorpresa, se pone en contacto con el enemigo no combatiente para advertirle del peligro que se avecina. Hamás, que inició este conflicto con sus ataques incesantes con cohetes y morteros a israelíes desarmados (durante los últimos tres años ha lanzado 6.464 proyectiles desde la Franja), despliega deliberadamente sus armas dentro y cerca de los hogares de su propia gente. Y lo hace por dos razones. En primer lugar, como tiene muy en cuenta los escrúpulos morales de Israel, se figura que la proximidad de la población civil le ayudará a conservar al menos parte de su arsenal. En segundo lugar, como sabe que los israelíes tienen armas de precisión que les pueden ayudar a sortear ese obstáculo, confía en que el inevitable daño colateral –o, si tiene suerte de verdad, una bomba perdida– mate a gran número de palestinos, de lo cual el mundo, por supuesto, culpará a Israel.
Para Hamás, lo único que vale más que un judío muerto es un palestino muerto. En su mundo, el culto al asesinato de judíos y al martirio es omnipresente, y profundamente perverso: pensemos, por ejemplo, en ese programa infantil de la televisión de Hamás en el que un adorable Mickey Mouse palestino es apaleado hasta la muerte por un israelí... y sustituido enseguida por Nahul, la abeja, mucho más militante, que hace un llamamiento a seguir el camino hacia el martirio de su primo Mickey.
En la guerra que se libra en Gaza, una de las partes está decidida a causar el mayor sufrimiento a los civiles de ambos bandos. La otra, en cambio, está decidida a salvar cuantas vidas sea posible; también en ambos bandos. Es una constante que siempre se repite. Israel lanzó advertencias parecidas entre los habitantes del sur del Líbano antes de atacar a Hezbolá en la guerra de 2006. Y lo hizo a sabiendas de que le haría perder el factor sorpresa y bastantes vidas entre sus propias filas.
He ahí la asimetría entre Hamás e Israel por lo que a medios se refiere. Pero es que también se da en el terreno de los fines. Israel tiene un único objetivo en Gaza: la paz, las relaciones abiertas y normales que ofreció a la Franja cuando se retiró de ella en 2005, haciendo algo que jamás hicieron los turcos, los británicos, los egipcios, los jordanos: dar a los palestinos, por primera vez en la historia, un territorio soberano.
¿Qué pasó después? Se sabe de sobra. ¿Acaso se pusieron los palestinos a erigir un Estado, es decir, a hacer realidad lo que, dicen, es su gran aspiración nacional? No. Nada de carreteras, nada de industrias. Ni tribunales ni asomo de algo parecido a la sociedad civil. Los florecientes invernaderos que Israel dejó atrás fueron arrasados y abandonados. Lo que desde entonces vienen haciendo los dictadores proiraníes de Gaza es dedicar todos los recursos a hacer de la Franja una plaza fuerte del terror: allí se importa armamento, se entrena a terroristas, se excavan túneles para el secuestro de israelíes; y, por supuesto, se lanzan proyectiles contra Israel.
¿El agravio? No hay ocupación, control militar o colono a quien echar la culpa. Todo eso se acabó en septiembre de 2005. Sólo hay un problema, y Hamás es absolutamente clara al respecto: la existencia misma de Israel.
Tampoco se puede decir que oculte su estrategia. Hamás provoca el conflicto, espera las inevitables bajas civiles y la condena mundial de Israel, a quien pretende forzar a un alto el fuego insostenible; justo lo que hizo Hezbolá en el Líbano. Y entonces, y justo como Hezbolá en el Líbano, se rearmará, se reconstruirá y se movilizará con vistas a la siguiente ronda de enfrentamientos. Es la guerra perpetua. Puesto que su raison d'etre es la erradicación de Israel, sólo concibe dos finales: su propia derrota o la desaparición de su enemigo.
La única respuesta de Israel pasa por trata de hacer lo que no hizo tras abandonar la Franja. El enorme error estratégico de su arquitecto, Ariel Sharón, no fue la retirada, sino el no haber establecido de inmediato un régimen de disuasión que no tolerase violencia alguna luego de la completa evacuación israelí (la justificación de los ataques palestinos era, precisamente, la presencia israelí en el territorio). En vez de eso, Israel permitió el lanzamiento incesante de proyectiles, con lo cual, implícitamente, dio su consentimiento a un estado de guerra activa y terror indiscriminado.
El rechazo de Hamás a una prolongación de su ampliamente violada tregua de seis meses (los proyectiles no dejaron de volar en momento alguno) dio a Israel una rara oportunidad de fijar las normas que debió fijar hace tres años: nada de cohetes, nada de morterazos, nada de secuestros, nada de actos de guerra. O, como ha afirmado el Gobierno estadounidense formalmente, un alto el fuego sostenible y duradero.
Si este enfrentamiento finaliza de cualquier otra manera, Israel habrá vuelto a perder. Pero la gran cuestión no es ésa, sino si Israel sigue teniendo el nervio y la certeza moral que necesita para vencer.
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