A Barack H. Obama se le ha agotado ya su periodo de gracia y, lejos de moderarse, parece que no ha hecho sino abonarse a la radicalización.
Obama ha abierto simultáneamente tres importantes frentes políticos. En el ámbito económico lo ha hecho, sin duda, arrastrado por la grave crisis –si no depresión– de la economía mundial, pero también por el ansia de obtener más recursos para acometer su agenda de cambio. En el ámbito doméstico lo que pretende es una transformación de la sociedad norteamericana: se cree que sus compatriotas le han elegido para eso, aun cuando más del 47% de los votantes no se decantaran por él. En cuanto al ámbito de la política exterior, ha optado por una actitud supuestamente más dialogante y abierta a lo multilateral que la de su predecesor, George W. Bush, pero de momento sólo ha sembrado el desconcierto entre los aliados de América y cosechado el desdén de sus enemigos.
Dicho esto, hay que reconocer que su eslogan de cambio tiene muchas más implicaciones de lo que la mayoría de los votantes podían imaginar el pasado noviembre. El país estaba en buena parte cansado de la Administración Bush y exhausto por los sacrificios de la lucha contra el terrorismo y la guerra de Irak, así que posiblemente la idea del cambio le resultara a muchos enormemente atractiva. Pero una cosa es rechazar el gobierno de Bush y otra muy distinta renegar de las señas de identidad que han forjado y siguen forjando a la sociedad americana. E, independientemente de lo que los votantes creyeran que les traería Barack H. Obama, el cambio que les está preparando el nuevo presidente va más contra el ser de América que contra la política de Bush.
Obama no ha disfrutado de un comienzo espectacular. Su fulgurante nominación y su brillante elección se han visto en buena medida empañadas por errores que hubiera podido evitar fácilmente, y que sólo pueden haber causado su falta de experiencia, su izquierdismo vital o su arrogancia, o tal vez por una combinación de todo ello. Reparemos, por ejemplo, en su política de nombramientos, que todavía sigue golpeando al presidente. No sólo ha sido incapaz de elegir a varios de sus ministros a la primera, sino que continúa encontrando dificultades para rellenar los segundos y terceros escalones de la Administración.
En segundo lugar, la esperanza de que Obama fuera un presidente menos divisivo que George W. Bush se esfumó rápidamente, una vez hizo descansar su política económica en los demócratas del Congreso. No ha sabido o querido forjar un consenso nacional contra la crisis. Es más, con ciertas medidas, anuncios o posturas, como su respaldo a los grupos proabortistas, su injerencia en materia educativa, su predilección por un sistema de sanidad obligatoria y nacional, su apoyo a las industrias automovilísticas de Detroit, su equiparación de grupos americanos de extrema derecha con Al Qaeda o sus postulados ecologistas no sólo se ha ido haciendo imposible una vinculación con los republicanos moderados, sino que se está escorando hacia los dominios preferidos por sus votantes más radicales.
El último capítulo de la guerra partidista ha venido de la mano de la publicación de cuatro memoranda, elaborados para Bush por sus asesores legales, en los que se intentaban dejar claros los límites de lo que se podía y no podía hacer en los interrogatorios a prisioneros de alto valor asociados con los talibán o la red de Bin Laden. En un aparentemente confuso movimiento, Obama primero negó que se fuera a perseguir a los interrogadores, para algo más tarde anunciar que se podría juzgar a los asesores de Bush por los consejos dados. Esto, además de todos los problemas que puede crear en la forma de actuar de los servicios secretos y del impacto que puede tener en las relaciones de éstos con sus homólogos extranjeros, es una clarísima ruptura con la cultura y la tradición política americanas, donde nadie ha perseguido jamás a su predecesor o a su círculo más estrecho.
Al poner todo en manos del fiscal general, al que él mismo ha nombrado, Obama no sólo ha cometido un acto de cinismo, sino que ha abierto una caja de Pandora que no podrá cerrar. No es que haya quedado expuesta gente como González, Michel Yoo o Dough Faith; es que el hilo puede conducir al vicepresidente Dick Cheney o a Condoleezza Rice. Y todo por contentar a sus voceros radicales en lo que representa una clara ruptura con su promesa de trabajar para el futuro y no mirar al pasado.
En cuanto a su acción exterior, para el primer presidente americano de color todo se ha reducido a una cuestión de imagen. Hay que parecer bueno, dialogante, sonriente. Hay que prometer un nuevo comienzo al amigo y al enemigo. Hay que llamar al dialogo y la concordia mundial. En su primera gira por Europa, de cumbre en cumbre, no hizo más que repartir buenos deseos, y en vista de las diferencias sustanciales con sus aliados sobre cómo afrontar la crisis económica (Merkel rechazó sus propuestas) o en lo relacionado con Afganistán (donde los europeos de la OTAN le dijeron que sí pero poco y por poquito tiempo), optó por poner al mal tiempo buena cara y posar para las fotos de familia como si no pasara nada. Que a su vez era lo que ansiaban sus contrapartes europeos. Eso sí, se fue a Estambul para proclamar solemnemente que él creía en un Islam moderado con el que poder convivir en igualdad de condiciones.
Durante la campaña para las presidenciales criticó la línea dura de su rival, el republicano John McCain, y proclamó su compromiso con el diálogo. Y desde que es presidente insiste en la premisa de que todo lo que necesita América es mejorar su imagen en el mundo. Ahí están, como dos momentos relevantes de su peripecia internacional, el vídeo que envió a Ahmadineyad, preludio de su nueva política hacia Irán: Estados Unidos ya no cree que el hecho de que los ayatolás sigan enriqueciendo uranio sea un obstáculo para sentarse a hablar, y el apretón de manos con Hugo Chávez durante la Cumbre de las Américas, preludio a su vez de un giro del que saldrán perjudicados las fuerzas democráticas y más prooccidentales de la región, como el colombiano Uribe, y beneficiados el propio Chávez y los también populistas y antiamericanos Evo Morales y Rafael Correa. También cabe recordar aquí la reverencia que le hizo al rey de Arabia Saudí, signo condensado de lo que nos promete Obama en lo tocante al Islam.
En suma, Obama sí es el cambio. A diferencia de lo que rezaba su eslogan de campaña: "El cambio real", el suyo es, de momento, un cambio radical. Queda por ver si resistirá el envite de la realidad para que, en verdad, llegue a ser un cambio real. Envite que le puede venir de cualquiera de los tres grandes frentes que tiene abiertos... o de los tres a la vez.
En materia económica, su paquete de estímulo despierta tantas dudas que está cosechando críticas desde la izquierda (Paul Krugman lo considera insuficiente) y desde la derecha (por ruinoso e ineficaz). De momento, lo que ha conseguido con su gasto es endeudar el futuro de los americanos por décadas; el impacto en la economía real ha sido mínimo. Según todas las previsiones, el PIB norteamericano se encogerá más del 6% este año. Los tea parties pueden ser una buena prueba de que, si bien Obama goza de una popularidad envidiable, algo más de la mitad de sus conciudadanos no aprueban sus medidas económicas y fiscales, tal y como quedó reflejado en una encuesta nacional la semana pasada.
En el plano social, Obama quiere ser el educador de los hijos de América, cambiar los grandes SUV por pequeños utilitarios de combustible mixto, reorganizar el modelo de urbanismo; en fin, quiere hurtar a los americanos tanto su responsabilidad individual como su pasión por el riesgo y la innovación. Está por ver que el pueblo americano sea tan maleable como para aceptarlo sin más. Es preocupante que un 32%, según una reciente encuesta, sea favorable a un Gobierno de tipo socialdemócrata para los Estados Unidos; pero mucho más lo es saber que esa proporción se dispara entre los menores de 30 años. Con todo, cerca del 70% sigue defendiendo su libertad para elegir, cometer errores y aprender de ellos.
Por lo que hace al panorama internacional, el mundo no está reaccionando de acuerdo con la idea de Obama más que muy somera y parcialmente. Europa y poco más. El resto no da muestra de querer seguirle en su pasión por el amor y la paz universal: Corea del Norte no sólo lanza un misil de largo alcance, sino que anuncia la reactivación de su programa nuclear; Irán advierte de que continuará con el suyo con independencia de que dialogue o deje de dialogar con Estados Unidos; Chávez sigue erre que ere, y los cárteles de la droga le comen el país desde México. Nada hay en el horizonte que haga pensar que Pakistán deje de ser una autentica bomba de relojería, o que Obama vaya a tener más suerte en Afganistán que otros imperios anteriores: más bien lo contrario, a tenor de su escasa fe en lo militar y los recortes presupuestarios que va a sufrir el Pentágono.
Puede que la realidad acabe imponiéndose sobre Obama y que su cambio se frustre desde dentro, por rechazo popular, o desde fuera, por la acción de sus enemigos. Pero la verdad es que, a estas alturas, es pronto para saberlo. Lo único que podemos afirmar es que, si se le permite realizar su sueño, América dejará de ser lo que es. En el plano internacional, Obama aspira a reducirla al estatus de nación normal y corriente; en el nacional, lo que pretende es una europeización con tintes sesentayocheros y claramente socialistas. Lo que eso pueda significar para los americanos y para nosotros, para todos los que dependemos de la buena voluntad de América, no quiero ni pensarlo.
Obama ha abierto simultáneamente tres importantes frentes políticos. En el ámbito económico lo ha hecho, sin duda, arrastrado por la grave crisis –si no depresión– de la economía mundial, pero también por el ansia de obtener más recursos para acometer su agenda de cambio. En el ámbito doméstico lo que pretende es una transformación de la sociedad norteamericana: se cree que sus compatriotas le han elegido para eso, aun cuando más del 47% de los votantes no se decantaran por él. En cuanto al ámbito de la política exterior, ha optado por una actitud supuestamente más dialogante y abierta a lo multilateral que la de su predecesor, George W. Bush, pero de momento sólo ha sembrado el desconcierto entre los aliados de América y cosechado el desdén de sus enemigos.
Dicho esto, hay que reconocer que su eslogan de cambio tiene muchas más implicaciones de lo que la mayoría de los votantes podían imaginar el pasado noviembre. El país estaba en buena parte cansado de la Administración Bush y exhausto por los sacrificios de la lucha contra el terrorismo y la guerra de Irak, así que posiblemente la idea del cambio le resultara a muchos enormemente atractiva. Pero una cosa es rechazar el gobierno de Bush y otra muy distinta renegar de las señas de identidad que han forjado y siguen forjando a la sociedad americana. E, independientemente de lo que los votantes creyeran que les traería Barack H. Obama, el cambio que les está preparando el nuevo presidente va más contra el ser de América que contra la política de Bush.
Obama no ha disfrutado de un comienzo espectacular. Su fulgurante nominación y su brillante elección se han visto en buena medida empañadas por errores que hubiera podido evitar fácilmente, y que sólo pueden haber causado su falta de experiencia, su izquierdismo vital o su arrogancia, o tal vez por una combinación de todo ello. Reparemos, por ejemplo, en su política de nombramientos, que todavía sigue golpeando al presidente. No sólo ha sido incapaz de elegir a varios de sus ministros a la primera, sino que continúa encontrando dificultades para rellenar los segundos y terceros escalones de la Administración.
En segundo lugar, la esperanza de que Obama fuera un presidente menos divisivo que George W. Bush se esfumó rápidamente, una vez hizo descansar su política económica en los demócratas del Congreso. No ha sabido o querido forjar un consenso nacional contra la crisis. Es más, con ciertas medidas, anuncios o posturas, como su respaldo a los grupos proabortistas, su injerencia en materia educativa, su predilección por un sistema de sanidad obligatoria y nacional, su apoyo a las industrias automovilísticas de Detroit, su equiparación de grupos americanos de extrema derecha con Al Qaeda o sus postulados ecologistas no sólo se ha ido haciendo imposible una vinculación con los republicanos moderados, sino que se está escorando hacia los dominios preferidos por sus votantes más radicales.
El último capítulo de la guerra partidista ha venido de la mano de la publicación de cuatro memoranda, elaborados para Bush por sus asesores legales, en los que se intentaban dejar claros los límites de lo que se podía y no podía hacer en los interrogatorios a prisioneros de alto valor asociados con los talibán o la red de Bin Laden. En un aparentemente confuso movimiento, Obama primero negó que se fuera a perseguir a los interrogadores, para algo más tarde anunciar que se podría juzgar a los asesores de Bush por los consejos dados. Esto, además de todos los problemas que puede crear en la forma de actuar de los servicios secretos y del impacto que puede tener en las relaciones de éstos con sus homólogos extranjeros, es una clarísima ruptura con la cultura y la tradición política americanas, donde nadie ha perseguido jamás a su predecesor o a su círculo más estrecho.
Al poner todo en manos del fiscal general, al que él mismo ha nombrado, Obama no sólo ha cometido un acto de cinismo, sino que ha abierto una caja de Pandora que no podrá cerrar. No es que haya quedado expuesta gente como González, Michel Yoo o Dough Faith; es que el hilo puede conducir al vicepresidente Dick Cheney o a Condoleezza Rice. Y todo por contentar a sus voceros radicales en lo que representa una clara ruptura con su promesa de trabajar para el futuro y no mirar al pasado.
En cuanto a su acción exterior, para el primer presidente americano de color todo se ha reducido a una cuestión de imagen. Hay que parecer bueno, dialogante, sonriente. Hay que prometer un nuevo comienzo al amigo y al enemigo. Hay que llamar al dialogo y la concordia mundial. En su primera gira por Europa, de cumbre en cumbre, no hizo más que repartir buenos deseos, y en vista de las diferencias sustanciales con sus aliados sobre cómo afrontar la crisis económica (Merkel rechazó sus propuestas) o en lo relacionado con Afganistán (donde los europeos de la OTAN le dijeron que sí pero poco y por poquito tiempo), optó por poner al mal tiempo buena cara y posar para las fotos de familia como si no pasara nada. Que a su vez era lo que ansiaban sus contrapartes europeos. Eso sí, se fue a Estambul para proclamar solemnemente que él creía en un Islam moderado con el que poder convivir en igualdad de condiciones.
Durante la campaña para las presidenciales criticó la línea dura de su rival, el republicano John McCain, y proclamó su compromiso con el diálogo. Y desde que es presidente insiste en la premisa de que todo lo que necesita América es mejorar su imagen en el mundo. Ahí están, como dos momentos relevantes de su peripecia internacional, el vídeo que envió a Ahmadineyad, preludio de su nueva política hacia Irán: Estados Unidos ya no cree que el hecho de que los ayatolás sigan enriqueciendo uranio sea un obstáculo para sentarse a hablar, y el apretón de manos con Hugo Chávez durante la Cumbre de las Américas, preludio a su vez de un giro del que saldrán perjudicados las fuerzas democráticas y más prooccidentales de la región, como el colombiano Uribe, y beneficiados el propio Chávez y los también populistas y antiamericanos Evo Morales y Rafael Correa. También cabe recordar aquí la reverencia que le hizo al rey de Arabia Saudí, signo condensado de lo que nos promete Obama en lo tocante al Islam.
En suma, Obama sí es el cambio. A diferencia de lo que rezaba su eslogan de campaña: "El cambio real", el suyo es, de momento, un cambio radical. Queda por ver si resistirá el envite de la realidad para que, en verdad, llegue a ser un cambio real. Envite que le puede venir de cualquiera de los tres grandes frentes que tiene abiertos... o de los tres a la vez.
En materia económica, su paquete de estímulo despierta tantas dudas que está cosechando críticas desde la izquierda (Paul Krugman lo considera insuficiente) y desde la derecha (por ruinoso e ineficaz). De momento, lo que ha conseguido con su gasto es endeudar el futuro de los americanos por décadas; el impacto en la economía real ha sido mínimo. Según todas las previsiones, el PIB norteamericano se encogerá más del 6% este año. Los tea parties pueden ser una buena prueba de que, si bien Obama goza de una popularidad envidiable, algo más de la mitad de sus conciudadanos no aprueban sus medidas económicas y fiscales, tal y como quedó reflejado en una encuesta nacional la semana pasada.
En el plano social, Obama quiere ser el educador de los hijos de América, cambiar los grandes SUV por pequeños utilitarios de combustible mixto, reorganizar el modelo de urbanismo; en fin, quiere hurtar a los americanos tanto su responsabilidad individual como su pasión por el riesgo y la innovación. Está por ver que el pueblo americano sea tan maleable como para aceptarlo sin más. Es preocupante que un 32%, según una reciente encuesta, sea favorable a un Gobierno de tipo socialdemócrata para los Estados Unidos; pero mucho más lo es saber que esa proporción se dispara entre los menores de 30 años. Con todo, cerca del 70% sigue defendiendo su libertad para elegir, cometer errores y aprender de ellos.
Por lo que hace al panorama internacional, el mundo no está reaccionando de acuerdo con la idea de Obama más que muy somera y parcialmente. Europa y poco más. El resto no da muestra de querer seguirle en su pasión por el amor y la paz universal: Corea del Norte no sólo lanza un misil de largo alcance, sino que anuncia la reactivación de su programa nuclear; Irán advierte de que continuará con el suyo con independencia de que dialogue o deje de dialogar con Estados Unidos; Chávez sigue erre que ere, y los cárteles de la droga le comen el país desde México. Nada hay en el horizonte que haga pensar que Pakistán deje de ser una autentica bomba de relojería, o que Obama vaya a tener más suerte en Afganistán que otros imperios anteriores: más bien lo contrario, a tenor de su escasa fe en lo militar y los recortes presupuestarios que va a sufrir el Pentágono.
Puede que la realidad acabe imponiéndose sobre Obama y que su cambio se frustre desde dentro, por rechazo popular, o desde fuera, por la acción de sus enemigos. Pero la verdad es que, a estas alturas, es pronto para saberlo. Lo único que podemos afirmar es que, si se le permite realizar su sueño, América dejará de ser lo que es. En el plano internacional, Obama aspira a reducirla al estatus de nación normal y corriente; en el nacional, lo que pretende es una europeización con tintes sesentayocheros y claramente socialistas. Lo que eso pueda significar para los americanos y para nosotros, para todos los que dependemos de la buena voluntad de América, no quiero ni pensarlo.