Les sorprende, además, que sea la educación el punto más caliente de las movilizaciones, sabedores de que los resultados de la educación chilena son, de lejos, los mejores de Iberoamérica.
Al respecto, quisiera hacer un par de reflexiones que tal vez nos ayuden a comprender el fondo de lo que está pasando en Chile. La primera es que éste hace ya tiempo dejó de compararse con el resto de Latinoamérica, y por ello es poco consuelo saber que en los test internacionales de conocimientos se supera largamente a países como Argentina, Brasil, México y Perú. Los chilenos miran hoy hacia países como Corea del Sur o Finlandia, y claro que salen muy mal parados en esa comparación (como también lo hacen España y muchas economías desarrolladas). Ello es sin duda frustrante y preocupante, ya que indica que no se está generando el capital humano capaz de consolidar las expectativas de ser el primer país latinoamericano que pueda realmente considerarse desarrollado.
La segunda reflexión es más fundamental y tiene que ver con lo que puede denominarse "el malestar del éxito". Sobre ello escribí hace ya unos cuatro años en mi libro Diario de un reencuentro: Chile treinta años después (Aguilar-El Mercurio, Santiago de Chile, 2007). Allí comenté mi sorpresa al percibir, ya por entonces, una inconfundible y preocupante sensación de malestar y frustración, que contrastaba con los grandes progresos alcanzados por el país en las décadas recientes. Era como si entre esa sensación o ambiente de malestar y la realidad objetiva hubiese una brecha o discrepancia difícil de entender. Con veinte años extraordinarios de desarrollo y movilidad social ascendente tras de sí, con la pobreza reduciéndose a una velocidad sin parangón en la historia no sólo de Chile sino de toda América Latina, con ello y mucho más cabría haberse esperado un pueblo al menos relativamente satisfecho y dispuesto a seguir por el mismo camino, que tan lejos lo había llevado. Pero no, algo estaba pasando en el corazón de los chilenos que, según mi pronóstico, iba a tener consecuencias decisivas en los años venideros. Hoy se puede decir, sin temor a equivocarse, que así ha sido.
En una entrevista publicada en la revista chilena Capital (10 de agosto de 2007) resumí esta peculiar brecha entre el progreso objetivo y la vivencia del mismo de la siguiente manera:
Creo que Chile está viviendo un cambio trascendental. El Santiago que yo dejé en los años 70 estaba lleno de poblaciones callampas [poblados chabolistas]. Era un mundo tan dislocado que era fértil para el extremismo político. La salida del pueblo chileno de la pobreza es de lo más espectacular en los últimos 20 años. Todavía queda mucho por hacer, pero vaya que se ha progresado. En términos de empleo, desnutrición, vivienda, escolaridad, el progreso es ostensible (...) El problema, claro, es que en procesos así las expectativas aumentan exponencialmente. Antes, los chilenos protestábamos porque no pasaba nada. Hoy protestamos porque las cosas no ocurren lo bastante rápido.
En este marco de tensión entre desarrollo y expectativas de desarrollo, argumentaba en mi libro, el problema político más difícil de encarar no es la pobreza absoluta, que si bien es inaceptable en el Chile de hoy, afecta a grupos reducidos y con escasa capacidad de movilización política. La pobreza absoluta es generalmente resignada, no así la pobreza relativa, aquella que se vive con mayor intensidad justo cuando se han dado los primeros pasos en la vía del progreso. Esta frustración de la pobreza relativa es lo que a mi juicio están experimentando aquellos grandes grupos que recientemente han dejado la pobreza extrema o absoluta tras de sí, aquellas grandes clases medias bajas que han conquistado su progreso con el copioso sudor de sus frentes pero que todavía viven muy apretadamente y no pueden acceder a todo aquello que puebla su creciente horizonte de expectativas. Se trata de aquellos sectores sociales que, en términos relativos, más han ganado durante estos años de gran progreso, que ven por primera vez a alguno de sus hijos llegar a la universidad, si bien no la mejor ni la más barata; que han podido comprarse su primer coche, pero tan lejos del cero kilómetros de sus sueños; que hasta se han podido dar un pequeño viajecito de vacaciones, pero ni de cerca han llegado a Miami.
El futuro de Chile va a depender de la canalización que hoy se dé a este malestar del éxito. Es, en sí mismo, un gran motor de desarrollo, pero en él reside también la gran oportunidad –fatal para el país, ciertamente– de una izquierda que vuelva a airear su socialismo de antaño, invitando a convertir la frustración en envidia, la envidia en resentimiento y, finalmente, el resentimiento en lucha de clases. Esto es lo que estamos viendo, de parte tanto de los sectores comunistas tradicionales, que de hecho lideran gran parte de las movilizaciones más militantes, como de la izquierda más moderada, que, jugando con fuego, está abriendo las compuertas a la retórica populista y a la lucha de unos chilenos contra otros con el mezquino propósito de desestabilizar al gobierno de Sebastián Piñera, al que esa izquierda no perdona que la derrotara en las urnas después de veinte años en el poder.
Así están las cosas por Chile. Es de esperar que el país de la estrella solitaria no termine estrellándose contra su propio éxito. Sería una tragedia no solo para los chilenos sino para el conjunto de los latinoamericanos, que, viendo los progresos de Chile, han podido soñar con un futuro sin pobreza ni atraso.
MAURICIO ROJAS, escritor y profesor adjunto de la Universidad de Lund (Suecia).