Nunca ha sido tan pobre la nación hermana como en estos años, que debió ser más rica. Que pudo convertirse en una potencia en el sector de los biocombustibles, crear un polo de desarrollo industrial gigantesco para penetrar provechosamente en el mercado de los Estados Unidos, ser el centro del desarrollo energético, tecnológico y ambiental de América Latina y situarse a la cabeza del enriquecimiento humano del continente. Venezuela ha malgastado cuanto le dio la Providencia en las torpezas, los excesos y las corruptelas de este dictador de opereta.
Con todas sus equivocaciones y violencias, los viejos dictadores eran, cuando menos, eficaces. Como para aplacar su conciencia y justificar su triste paso por la vida de los pueblos, dejaban puentes, caminos, puertos y canales. Pues ni eso le quedará a Venezuela cuando haga el balance de estos tiempos calamitosos.
Chávez es un personaje extraño. Nació dotado de una mecánica verbal apenas comparable con la de Fidel Castro, con una cierta habilidad para mimetizarse con los resentimientos y los odios colectivos y parecer, a primera vista, un reparador de antiguas injusticias. Tiene la excelente memoria de los resentidos y el histrionismo de unos cuantos de payasos que extrañas circunstancias hicieron poderosos. Es un talento medianísimo pobremente ilustrado, sin frenos morales y extremadamente ambicioso, que carece de cualquier rigor para la autocrítica. Así las cosas, es un sujeto de alta peligrosidad.
Cualquiera podría suponer lo que acabaría pasando cuando tuviera en sus manos, cada año, 40.000 millones de dólares. Giovanni Papini dedicó El Libro de Gog, una de sus obras inmortales, a una hipótesis semejante. Pero las extravagancias fabulosas de este rico sin fronteras terminaban por ser inofensivas. Chávez es como Gog, pero en perverso y en torpe. El otro, en cambio, era ingenioso y en el fondo bonachón.
La peligrosidad de Chávez no es hipotética. Ecuador la está pagando, pues con el dinero del petróleo venezolano se instauró allá otra dictadura de pésimo pronóstico, la de Correa, cuyos costos a nadie escapan. Está acabando con Bolivia, donde apoya a Evo Morales, cuyo menor defecto es el ser un cocalero actuante y confeso. A Nicaragua le instaló por segunda vez un matón corrompido. Ha demorado la transición en Cuba mediante la transfusión de 5.000 millones de dólares anuales, que pagan los venezolanos, adoloridos y pacientes. Ha tendido la mano a los pingüinos argentinos, con la friolera de más de 10.000 millones de dólares en bonos que el mercado mundial aborrece. Y Perú y México tienen la amarga experiencia de haberse sentido al borde de sendos abismos chavistas.
Ahora, más desesperado que nunca, vuelve a poner sus ojos en Colombia. Porque su situación interna es catastrófica. Cuando no hay comida en los mercados, cuando ya la oposición se sabe mayoritaria y el pueblo está dispuesto a batirse por Globovisión, sólo le queda un conflicto internacional. Que no será con los Estados Unidos, pero que sí puede ser con Colombia.
A un sujeto como Chávez no le queda lejos nada. Hitler, al que se parece tanto, invadió Polonia y después se metió en Rusia. Chávez no tiene con qué invadirnos, pero se muere de ganas por probar sus aviones rusos y precipitar la más infame e irracional de las guerras.
Este Chávez no es un valiente: lo demostró el 4 de febrero de 1992. Sí es un loco: lo demuestra todos los días. Un loco megalómano, con plata en la chequera y juguetes letales. Demasiado para lo que nos merecemos, nosotros y nuestros queridos hermanos venezolanos.
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