Chávez comete todos los errores, viola todos los códigos de conducta, desafía todos los poderes. Por eso terminará mal, como nadie ignora. Pero no se sabe cuándo ni la cantidad de daño que hará antes de la descalabrada ineluctable. Es la única incógnita de la farsa.
El tiranuelo de Venezuela se puso de bufanda el principio sagrado, en el Derecho Interamericano, de no intervención. Pues por ahora nadie se lo cobra; es más, a algunos les ha parecido divertido seguir su ejemplo. Ha roto las reglas más elementales del buen trato entre las naciones. No hay vulgaridad que se le escape, insulto que ahorre, desplante que le falte. Unos le perdonan por miedo, la mayoría por interés y los más poderosos por una mezcla de curiosidad y condescendencia. La mosca impertinente siempre tuvo parte en la historia del león.
Chávez tiembla por los computadores que Colombia guarda con inexplicable alcahuetería. Y mantiene agitado el circo para que nadie los recuerde. Teme al día en que le corten cuentas por su tolerancia con el narcotráfico. Por eso ataca al imperio antes de que el tal imperio le llame a responder por ese desafuero... y antes de que el propio pueblo venezolano descubra que por culpa de esa complacencia se baña en sangre. Sabe que nunca podrá salir airoso del primer arqueo de caja que se le practique sobre los fabulosos ingresos petroleros que ha malbaratado, robado, regalado. Huye al día en que le pregunten, seriamente, para qué le ha servido a Venezuela tanta expropiación de su riqueza productiva. En sus pesadillas tiene que presentir la cercanía de una catástrofe. Con posponerla le basta.
Ahora le espantan las elecciones regionales, que tiene la seguridad de perder, por mal concertada que ande la oposición. Y duda de la eficacia del remedio que pudo usar en otras ocasiones, el fraude más descarado. Pero no se siente capaz de engañar tanto y en tantos sitios. Por eso está dispuesto a multiplicar las peripecias circenses con el solo objetivo de cancelar las elecciones. Sin escatimar gastos. Al fin, el precio no sale de su bolsillo. De modo que hace alianza con Evo Morales y con el majadero de Nicaragua para desafiar a los Estados Unidos, y para completar el número invita a Rusia a que venga hasta el Caribe para mesarle las barbas al Tío Sam.
Tal vez sea demasiado. Hay cálculos en los que no conviene errar. Por ejemplo, a la hora de encolerizar a un gigante. Los japoneses lo supieron bien con aquello de Pearl Harbor. Sólo que muy tarde. En este caso, también Rusia se puede llevar un disgusto. Pero para ella será cosa de hacer retornar los buques, como en tiempos de Nikita Kruschev. Chávez, en cambio, no tiene puerto de retorno.
Como admite que puede no ser suficiente la crisis internacional, la monta también en la parroquia. Y se inventa conspiraciones para acabar con la parte de las Fuerzas Militares que no le gusta, así como con la parte de la prensa y la oposición que detesta. Suponer que el directo de Globovisión, Alberto Ravel, quiere matarlo no es más que una fanfarronada. Pero puede ser más que una advertencia.
Un tirano amenazado de elecciones es una fiera fuera de la jaula: la emprende contra cualquiera, y antes de ser reducido lanza zarpazos iracundos. Es la última parte del circo. Chávez no sólo juega al payaso sin gracia, al maromero sin talento, al ilusionista sin poder de convicción. Ahora hace de bestia herida.
Es tiempo de levantar la carpa. El circo debe terminar.
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