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DESDE GEORGETOWN

Católicos en Norteamérica (I)

A las pocas horas del fallecimiento del Papa Juan Pablo II, el cardenal y arzobispo de Washington, Theodore McCarrick, celebró una misa en San Mateo, la espléndida catedral católica. De familia irlandesa, a McCarrick se le nota el origen neoyorquino en el acento. Posee un estilo muy personal, nada pretencioso, proclive al buen humor afilado por la ironía, de fácil comunicación con la gente. Habla español. Suele empezar sus homilías con una anécdota de la vida de todos los días, extraída de alguna experiencia reciente. En su homilía en recuerdo del Papa recién fallecido hizo el mayor elogio que se puede hacer de alguien desde este lado del Atlántico. McCarrick dijo que Juan Pablo II, por su optimismo y su naturalidad, parecía un norteamericano.

A las pocas horas del fallecimiento del Papa Juan Pablo II, el cardenal y arzobispo de Washington, Theodore McCarrick, celebró una misa en San Mateo, la espléndida catedral católica. De familia irlandesa, a McCarrick se le nota el origen neoyorquino en el acento. Posee un estilo muy personal, nada pretencioso, proclive al buen humor afilado por la ironía, de fácil comunicación con la gente. Habla español. Suele empezar sus homilías con una anécdota de la vida de todos los días, extraída de alguna experiencia reciente. En su homilía en recuerdo del Papa recién fallecido hizo el mayor elogio que se puede hacer de alguien desde este lado del Atlántico. McCarrick dijo que Juan Pablo II, por su optimismo y su naturalidad, parecía un norteamericano.
Interior de la Catedral de San Mateo (Washington).
A la misa celebrada en San Mateo acudieron Laura y George W. Bush, que se sentaron en el primer banco. Los fieles que hicieron fila para comulgar tuvieron ocasión de saludarlos y no la desaprovecharon. Antes de salir de la Casa Blanca, Bush había elogiado al Papa ante los medios de comunicación, refiriéndose una vez más, como tantas veces ha tenido ocasión de hacerlo en estas últimas semanas, a "la cultura de la vida" preconizada por Juan Pablo II. Poco después, un historiador de la Iglesia, progresista, afirmó sin ironía que las palabras de Bush parecían más propias de un obispo católico que de un presidente.
 
Los dos comentarios son significativos. El primero demuestra el éxito de la Iglesia católica en Estados Unidos, tan segura de sí misma que puede retratar al Pontífice romano con rasgos sacados de su propio carácter. De ningún Papa anterior se podía haber dicho lo que McCarrick dijo del Papa esa tarde. La Iglesia católica norteamericana sabe ahora que, en más de un sentido, es un ejemplo para el resto del mundo. El segundo refleja la persistencia de uno de los problemas centrales del catolicismo en Estados Unidos. La reflexión viene ahora del lado de la izquierda: no siempre ha sido así, como veremos.
 
La Iglesia católica no tuvo unos principios fáciles en Norteamérica. El proyecto norteamericano estuvo fundado desde el primer momento en la voluntad de vivir la fe cristiana con la máxima pureza posible, de forma pública –sometido el individuo al escrutinio permanente de la comunidad a la que pertenece– y lo más lejos posible, con un océano por medio, de la corrupta y vieja Europa. Más aún, de la decadente Iglesia católica y del poder papista.
 
Los católicos que se instalaron en tierras norteamericanas tuvieron que adoptar un perfil muy bajo, casi clandestino. Se asentaron lejos del núcleo central de Nueva Inglaterra, ocupada por los puritanos, en particular en una de las colonias creadas a partir de una licencia concedida por la Corona británica. Así nació lo que luego sería el Estado de Maryland, fundado en el siglo XVII por el duque de Baltimore, político inglés convertido al catolicismo y con título de nobleza irlandés.
 
En aquellas colonias debía haber sido predominante la Iglesia anglicana, pero ésta nunca demostró un gran celo evangelizador. Así que la exigua minoría católica pudo salir adelante, incluso consiguió un compromiso con los puritanos que en su segunda versión, de 1649, fue llamada el Acta de Tolerancia Religiosa. Ninguna persona que manifestara su fe en Jesucristo podía ser perseguida por sus creencias religiosas.
 
Es el primer documento que garantiza la libertad religiosa en Estados Unidos, y probablemente el primero del mundo moderno. Baltimore, la capital de la colonia y luego del Estado de Maryland, será una de las ciudades pioneras del catolicismo norteamericano: primera catedral católica, primer obispo, primer seminario.
 
Los católicos de Maryland progresaron, y entre los firmantes de la Declaración de Independencia de Estados Unidos en 1776 figura Charles Carroll, hijo de quien se decía por entonces era el hombre más rico de América y primo del jesuita fundador de la Universidad de Georgetown.
 
Si el proyecto religioso de los peregrinos puritanos marcó para siempre la vocación religiosa de la identidad norteamericana, el fervor religioso también está en la base de la revolución que condujo a la independencia. En buena medida, la creación de Estados Unidos vino precedida de una gigantesca ola de religiosidad que se conoce como el Gran Despertar.
 
El Gran Despertar sacudió todo el territorio de Estados Unidos, contagiando a sus habitantes de una vivencia emocional, directa, práctica y personal de la fe. Creó una conciencia de unidad en todo el territorio, particularmente en los territorios de la frontera (lo que facilitó la creación de la nacionalidad norteamericana), puso la educación en el centro de las preocupaciones de las comunidades que se estaban formando (lo que desterró en buena medida el analfabetismo en Estados Unidos) y, lógicamente, favoreció a las iglesias nativas, creadas en suelo americano, en perjuicio de las que dependían de jerarquías europeas.
 
Manuscrito de la Constitución de EEUU.Fue el final de la Iglesia de Inglaterra en América, que se reconvirtió en Iglesia Episcopaliana Protestante de los Estados Unidos de América. Al mismo tiempo que se reforzaba la originalidad de la vida religiosa norteamericana, el movimiento reafirmó la identidad entre protestantismo e identidad norteamericana.
 
Ahora bien, por muy intenso que fuera el fervor suscitado por la ola del primer Gran Despertar, por muy profundos que fueran los sentimientos religiosos de aquellos primeros norteamericanos, por pública que fuera la fe, la religión que a partir de ahí iba a estar asociada a la identidad norteamericana tenía poco que ver con la abrasadora aspiración a la pureza doctrinal propia de los primeros peregrinos. No es que ésta no esté presente, pero si hubiera predominado habría hecho imposible el establecimiento de una comunidad nacional.
 
Predominaron, en cambio, dos convicciones. Una, que la religión era el fundamento mismo del lazo social, de los valores morales en los que se fundaba la nación recién nacida. Dos, que las instituciones de gobierno debían permanecer ajenas a cualquier iglesia. La religión cívica surgida de la revolución norteamericana echaba sus raíces en la religión cristiana pero se abstenía de intervenir en cuestiones religiosas, hasta el punto de que la Constitución es de una extrema parquedad acerca de la religión y su estatuto legal, que sólo aparece en la Primera Enmienda ("El Congreso no legislará respecto al establecimiento de una religión o a la prohibición del libre ejercicio de la misma").
 
La libertad religiosa daba a la Iglesia católica una oportunidad única en el mismo momento en que iban a empezar las revoluciones europeas y, con ellas, una larga etapa, todavía no cerrada, en la que la Iglesia católica sería unas veces perseguida y otras privilegiada. En EEUU el Estado no perseguiría ni favorecería a la Iglesia. La católica tendría que competir a cuerpo limpio en el mercado libre de la religión para salir adelante.
 
Ya conocemos la desventaja de partida. La Iglesia católica, jerarquizada, dependiente de un poder extranjero, con un control lo más estricto posible de la doctrina y de la relación con Dios, resultaba un organismo ajeno a la identidad americana. Parecía incluso contrario a ella: una institución antinorteamericana.
 
Fue Tocqueville quien durante su viaje por Estados Unidos, en la década de 1830, se dio cuenta de que las cosas no iban a ir por ese camino. En La democracia en América argumenta que así como los hombres modernos tienden naturalmente a la religión, también tienden naturalmente a la unidad y la disciplina. De ahí que el catolicismo, si logra zafarse de las disputas políticas a las que ha dado lugar, tiene un gran futuro en Estados Unidos.
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