A la huida del presidente de Túnez, Zine el Abidine Ben Alí, podría sucederle la de su homólogo egipcio, Hosni Mubarak, sólo unas semanas después. Las calles se han convertido, tanto en Túnez como en Egipto, en un escenario de revueltas espontáneas de nueva generación, si las comparamos con otras parecidas que se produjeron en el pasado en idénticos escenarios.
En efecto, tanto Túnez como Egipto y, junto a ellos, Marruecos y Argelia sufrieron a mediados de los ochenta violentas movilizaciones populares, conocidas como revueltas del pan –de la sémola, en el último–. Convulsionaron esos Estados y provocaron, en general, un reforzamiento del control autoritario de sus regímenes. En Argelia, la Revuelta de la Sémola tuvo aún más repercusiones, pues desembocó en un complejo proceso de apertura política dirigido desde el poder, proceso interrumpido en 1992 y retomado al poco tiempo, en medio del baño de sangre provocado por el terrorismo islamista. Hoy las cosas son distintas: Argelia y Marruecos no se han visto arrastradas –al menos de momento– por la vorágine, que está llevando al paroxismo a analistas y responsables políticos de todo el mundo.
Decíamos que las revueltas actuales deben ser consideradas de nueva generación, y ello por varios motivos: carecen de líderes significados –en esto hay paralelismos con la Intifada de diciembre de 1987, lanzada contra la ocupación israelí pero también contra la ineficacia del liderazgo de la OLP–; explotan, y muy bien, la proliferación de redes sociales y medios de comunicación de masas globales; logran resultados más tangibles que sus lejanas predecesoras en términos de desestabilización e incluso derrocamiento de regímenes; no han sido aplastadas por la fuerza militar o policial porque los tiempos han cambiado; crean un peligroso vacío difícil de llenar; finalmente, pueden extenderse a casi cualquier lugar, dada su simplicidad y su enorme atractivo.
El mundo exterior, y en particular Occidente, asiste sorprendido a estos convulsos acontecimientos sin respuestas claras que dar. Es cierto que los regímenes amenazados son socios o aliados, no sólo porque algunos son –o eran– muros de contención del islamismo radical, también porque se trata de antiguas colonias, regímenes liberales en lo económico y peones fundamentales en el mapa negociador de Oriente Próximo. Sin embargo, tanto los EEUU como los Estados miembros de la Unión Europea no pueden hacer otra cosa que reconocer como legítimas muchas de las exigencias de las masas.
Es ésta una situación difícil, pues ni se puede apoyar ciegamente a los regímenes que se tambalean –como el egipcio–, ni dio tiempo a apoyar al tunecino ni se puede, en definitiva, hacer ya mucho más que esperar y ver. La exigencia estadounidense de elecciones libres y democráticas al acosado Mubarak, lanzada el día 29, parece una broma, teniendo en cuenta que acaban de celebrarse elecciones generales –en noviembre–, elecciones que fueron muy criticadas por los observadores, nacionales e internacionales.
Las exigencias tenían que haberse hecho mucho antes, y tendrían que haber tenido por objeto no sólo el desarrollo de tales comicios, sino el fomento del buen gobierno, la lucha contra la corrupción y la pobreza y el respeto a los grupos opositores que pretendían optar a la alternancia defendiendo los principios universales que tanto nos gusta incorporar a los tratados y acuerdos que firmamos con nuestros socios, incluidos los norteafricanos.
CARLOS ECHEVERRÍA JESÚS, profesor de Relaciones Internacionales en la UNED y miembro del Grupo de Estudios Estratégicos (GEES).