Como muestra hoy América Latina, los relatos sobre el pasado reciente pueden convertirse en poderosas palancas ideológicas para influir en las decisiones del presente, manipular conciencias, adquirir y conservar el poder. Para esto, simplemente, hay que relatar los hechos de modo tal que, al alterar algunos y omitir otros, se pueda crear un mito favorable a determinados intereses políticos.
Así lo comprendieron ya hace tiempo los comunistas rusos, que, sin el menor interés por respetar la verdad, se dedicaron a reescribir la historia a su conveniencia cada vez que variaban las circunstancias políticas: cuando estalló la disputa por el poder entre José Stalin y León Trotsky, a comienzos de los años 20, los dóciles intelectuales del partido comenzaron a escribir nuevos textos sobre la revolución, a alterar fotografías, a realizar cambios en libros escolares y académicos.
Así sucedió después muchas veces: cuando cayeron en desgracia otros altos dirigentes (como Zinoviev, Kamenev o Bujarin), cuando la Unión Soviética pactó con la Alemania de Hitler para dividirse la Europa Oriental, cuando estalló la guerra y –luego– cuando llegó el tiempo de la paz.
Algo semejante está ocurriendo con respecto a los traumáticos hechos que vivieron nuestros países en la década de los 70 y comienzos de los 80: en Argentina, Uruguay, Perú, Colombia, El Salvador, Guatemala y Nicaragua, por ejemplo, organizaciones marxistas trataron de tomar el poder por medio de la más desembozada violencia. Se organizaron guerrillas, se apeló al secuestro, los atentados terroristas y el sabotaje para tratar de obtener el poder e instaurar (aunque a veces se dijera otra cosa) un modelo de sociedad comunista.
Este tipo de movimiento, como es sabido, sólo logró triunfar en Nicaragua, donde comenzó a construir un paraíso marxista que –finalmente– fue repudiado por la mayoría de la población. Pero en otros países el enfrentamiento derivó en golpes de estado que llevaron al poder dictaduras militares, también sangrientas, que lograron detener la amenaza guerrillera. La paz y la democracia retornaron después de algún tiempo, abriéndose entonces la posibilidad de dialogar para superar las divergencias y avanzar –aunque fuera muy lentamente– en la vía de construir estados de derecho.
La lucha fue cruenta, plagada de excesos de un lado y otro, por lo que se habló con razón de una "guerra sucia" que dejó profundas heridas. Pero hoy, según el relato de una renaciente izquierda, se nos pretende presentar los hechos de un modo muy diferente: parecería que unos jóvenes, idealistas y deseosos de un cambio social, justo y necesario, fueron bárbaramente aplastados por una derecha militar que, impunemente, violó todos los derechos humanos y se hizo con el poder sin el menor escrúpulo. Los montoneros, los tupamaros, Sendero Luminoso, el Farabundo Martí de El Salvador y el EGP de Guatemala no fueron más que inocentes muchachos inexpertos que, sin piedad, fueron masacrados por quienes no aceptaban el más mínimo cambio en sociedades arcaicas y desiguales.
Siguiendo la lógica de este discurso falaz, se pide entonces implacable castigo para los represores. Pero, para ironía de las cosas, esto lo exigen los propios dirigentes de las organizaciones que enfrentaron, con las armas en la mano y por medio del terrorismo, a los gobiernos que para ellos representaban el capitalismo y el imperialismo. A veces se trataba de dictaduras, a veces de democracias, eso no importaba demasiado: la meta era imponer la revolución social por la violencia.
Resulta de una hipocresía intolerable que ahora, muchos años después, figuras como el argentino Miguel Bonasso, que fuera miembro de la dirección de Montoneros, aparezcan con gran publicidad como los defensores de unos derechos humanos que no se cansaron de atropellar durante los largos años en que tuvieron las armas en sus manos. Se trata de una ironía trágica que, por desgracia, sólo sirve para anunciar que la violencia puede renacer en cualquier momento en nuestra región.
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