A día de hoy, la revolución iraní no tiene líder. Escribo estas líneas el día 25, y el candidato opositor Mir Husein Musavi no ha comparecido en público desde hace ya una semana. Por lo que hace al régimen de Jamenei y Ahmadineyad, ha mostrado la eficiencia y la crueldad precisas a la hora de reprimir las protestas.
Han aplicado su brutalidad con inteligencia. La clave está en atomizar a la oposición. Lo primero es recurrir a los métodos más sofisticados para bloquear el tráfico en internet y la red de telefonía móvil, con la inestimable ayuda de Nokia Siemens Networks. Luego se permite que las manifestaciones más importantes se desarrollen con normalidad pero se machaca sin piedad a los participantes en las más pequeñas, haciendo uso incluso de francotiradores, instrumento perfecto del terror: frente al baño de sangre a lo Tiananmen, los detentadores del poder han optado por estas muertes de a pocos, instantáneas e inadvertidas, a las que sólo se exponen los más valientes y temerarios.
Se trata de un terror administrado por hombres invisibles, señores de los tejados. Eso, durante el día; en las noches lo que se impone son los registros imprevistos de las residencias de estudiantes, los hospitales. Las palizas, las desapariciones.
Pese a nuestra emotiva confianza en el triunfo final de los que se encuentran "en el lado correcto de la historia", nada está escrito. Esta segunda revolución iraní está a la defensiva, incluso se bate en retirada. Para recuperarse necesita masividad, porque toda dictadura teme el momento en que ha de ordenar a las fuerzas armadas que disparen contra la multitud. Si lo hace (Tiananmen), sobrevive; si no lo hace (Ceaucescu en Rumania), los que detentan el poder mueren como perros. La oposición necesita protagonizar una huelga general y concentraciones multitudinarias en las principales ciudades del país; pero con un líder al frente que plante cara y marque el rumbo.
Se busca un Yeltsin desesperadamente. ¿Tiene uno esta revolución? O, dicho de otra forma, ¿puede Musavi convertirse en el Yeltsin local?
El tropezón más grave del presidente Obama durante el levantamiento iraní se produjo en los primeros días del mismo, cuando quitó importancia públicamente a las diferencias políticas entre Mahmud Ahmadineyad y Musavi. Y es que, aunque tenía razón, pasó por alto detalles extremadamente importantes.
Aunque Musavi se situó en un principio a una distancia mínima, por la izquierda, de Ahmadineyad en el espectro ideológico –recordemos que fue elegido por el establishment debido, precisamente, a su fiabilidad ideológica–, el apoyo que finalmente recibió no sólo provino de quienes comparten sus puntos de vista: fue la opción electoral de liberales, izquierdistas, laicos, monárquicos y toda suerte de enemigos cordiales del régimen. Pero es que, además, tanto Musavi como sus puntos de vista han cambiado en el entretanto.
Es lo que tienen las revoluciones. Sí, hace dos meses había pocas diferencias entre Ahmadineyad y Musavi; pero, en estas circunstancias, dos meses son una eternidad. Las revoluciones dejan atrás sus orígenes y transforman a sus protagonistas.
Tanto Mijaíl Gorbachov como Borís Yeltsin fueron en su día conspicuos miembros de la ortodoxia. Luego evolucionaron. Y luego vino la revolución: Gorbachov no pudo desengancharse del sistema; Yeltsin, en cambio, se rebeló e ingenió su destrucción.
En los años 80, Musavi, primer ministro con el ayatolá Jomeini, fue un brutal valedor de la ortodoxia islamista. Veinte años más tarde se desmarcó y se postuló como presidente de la república abogando por un moderantismo casi cosmético. Pero entonces la revolución puso en marcha su dinámica, y los millones de iraníes que se acercaron a su causa le empujaron a la radicalización. El amaño electoral le hizo radicalizarse aún más. Finalmente, la sangrienta represión que se cernió sobre sus seguidores le llevó a hacer declaraciones en que se desafiaba soterradamente la legitimidad del ayatolá Jamenei y del propio régimen. Así las cosas, el régimen decide abrir expediente a Musavi por sedición, y se plantea arrestarlo y hasta ejecutarlo. Y, claro, la perspectiva de acabar sus días en el patíbulo podría radicalizar aún más al candidato opositor.
Mientras Musavi se debate entre ser Gorbachov o ser Yeltsin, entre la reforma y la revolución, ésta pende de un hilo. El régimen podría neutralizarle deteniéndolo o, directamente, matándolo. También podría tratar de sobornarle con prebendas de todo tipo. Sea como fuere, Musavi debe elegir, y rápido. Éste es su momento, pero en estas circunstancias el tiempo y los momentos vuelan. Si Musavi, o alguien que ocupe su lugar, no aprovecha el suyo, el levantamiento democrático iraní no terminará como el ruso de 1991, sino como el chino de 1989.
© The Washington Post Writers Group
Han aplicado su brutalidad con inteligencia. La clave está en atomizar a la oposición. Lo primero es recurrir a los métodos más sofisticados para bloquear el tráfico en internet y la red de telefonía móvil, con la inestimable ayuda de Nokia Siemens Networks. Luego se permite que las manifestaciones más importantes se desarrollen con normalidad pero se machaca sin piedad a los participantes en las más pequeñas, haciendo uso incluso de francotiradores, instrumento perfecto del terror: frente al baño de sangre a lo Tiananmen, los detentadores del poder han optado por estas muertes de a pocos, instantáneas e inadvertidas, a las que sólo se exponen los más valientes y temerarios.
Se trata de un terror administrado por hombres invisibles, señores de los tejados. Eso, durante el día; en las noches lo que se impone son los registros imprevistos de las residencias de estudiantes, los hospitales. Las palizas, las desapariciones.
Pese a nuestra emotiva confianza en el triunfo final de los que se encuentran "en el lado correcto de la historia", nada está escrito. Esta segunda revolución iraní está a la defensiva, incluso se bate en retirada. Para recuperarse necesita masividad, porque toda dictadura teme el momento en que ha de ordenar a las fuerzas armadas que disparen contra la multitud. Si lo hace (Tiananmen), sobrevive; si no lo hace (Ceaucescu en Rumania), los que detentan el poder mueren como perros. La oposición necesita protagonizar una huelga general y concentraciones multitudinarias en las principales ciudades del país; pero con un líder al frente que plante cara y marque el rumbo.
Se busca un Yeltsin desesperadamente. ¿Tiene uno esta revolución? O, dicho de otra forma, ¿puede Musavi convertirse en el Yeltsin local?
El tropezón más grave del presidente Obama durante el levantamiento iraní se produjo en los primeros días del mismo, cuando quitó importancia públicamente a las diferencias políticas entre Mahmud Ahmadineyad y Musavi. Y es que, aunque tenía razón, pasó por alto detalles extremadamente importantes.
Aunque Musavi se situó en un principio a una distancia mínima, por la izquierda, de Ahmadineyad en el espectro ideológico –recordemos que fue elegido por el establishment debido, precisamente, a su fiabilidad ideológica–, el apoyo que finalmente recibió no sólo provino de quienes comparten sus puntos de vista: fue la opción electoral de liberales, izquierdistas, laicos, monárquicos y toda suerte de enemigos cordiales del régimen. Pero es que, además, tanto Musavi como sus puntos de vista han cambiado en el entretanto.
Es lo que tienen las revoluciones. Sí, hace dos meses había pocas diferencias entre Ahmadineyad y Musavi; pero, en estas circunstancias, dos meses son una eternidad. Las revoluciones dejan atrás sus orígenes y transforman a sus protagonistas.
Tanto Mijaíl Gorbachov como Borís Yeltsin fueron en su día conspicuos miembros de la ortodoxia. Luego evolucionaron. Y luego vino la revolución: Gorbachov no pudo desengancharse del sistema; Yeltsin, en cambio, se rebeló e ingenió su destrucción.
En los años 80, Musavi, primer ministro con el ayatolá Jomeini, fue un brutal valedor de la ortodoxia islamista. Veinte años más tarde se desmarcó y se postuló como presidente de la república abogando por un moderantismo casi cosmético. Pero entonces la revolución puso en marcha su dinámica, y los millones de iraníes que se acercaron a su causa le empujaron a la radicalización. El amaño electoral le hizo radicalizarse aún más. Finalmente, la sangrienta represión que se cernió sobre sus seguidores le llevó a hacer declaraciones en que se desafiaba soterradamente la legitimidad del ayatolá Jamenei y del propio régimen. Así las cosas, el régimen decide abrir expediente a Musavi por sedición, y se plantea arrestarlo y hasta ejecutarlo. Y, claro, la perspectiva de acabar sus días en el patíbulo podría radicalizar aún más al candidato opositor.
Mientras Musavi se debate entre ser Gorbachov o ser Yeltsin, entre la reforma y la revolución, ésta pende de un hilo. El régimen podría neutralizarle deteniéndolo o, directamente, matándolo. También podría tratar de sobornarle con prebendas de todo tipo. Sea como fuere, Musavi debe elegir, y rápido. Éste es su momento, pero en estas circunstancias el tiempo y los momentos vuelan. Si Musavi, o alguien que ocupe su lugar, no aprovecha el suyo, el levantamiento democrático iraní no terminará como el ruso de 1991, sino como el chino de 1989.
© The Washington Post Writers Group