Los inmigrantes ilegales provenían de Somalia, Bangladesh, Eritrea y Kenia. Solían llegar a Ecuador vía Cuba o Venezuela, tras un largo recorrido que incluía Irán. Presumiblemente, el personaje tenía dos motivaciones para dedicarse al comercio de inmigrantes ilegales: recaudar cuantiosos fondos para su organización y construir redes de posibles colaboradores con los planes del siniestro grupo terrorista.
Se sabe que el tráfico de indocumentados es un negocio tan rentable como la prostitución o el narcotráfico, actividades, por cierto, a las que suele estar vinculado. Por otra parte, Al Qaeda no confía demasiado en sus pocos contactos o afiliados islamo-americanos porque no puede saber si son topos que le colocan el FBI y la CIA o si, sencillamente, esos simpatizantes están infiltrados y vigilados por la contrainteligencia estadounidense. Por eso prefiere crear sus núcleos de colaboradores propios con algunos de estos extranjeros que siembra en distintas partes del mundo y a los que dota de identidades y documentación falsas.
Se ha dicho que Al Qaeda recauda fondos y recluta adeptos en la Triple Frontera, entre Brasil, Argentina y Paraguay, tierra de nadie a la que no llega la justicia. Se ha afirmado que lava dinero en Panamá y Ecuador, dos países dolarizados. Se sabe que el Gobierno de Venezuela, cuyo presidente, Hugo Chávez, es el primer admirador de Carlos Ílich Ramírez, el Chacal, es un cómplice de todas las causas extremistas y fanáticas islámicas, incluida Al Qaeda, y que su discípulo Daniel Ortega es el albacea revolucionario de Gadafi en la región. Pero lo que no está nada claro es el porqué de esa conducta.
¿Qué tienen que ver un marxistoide latinoamericano colectivista con la perturbada confusión de Ben Laden y sus locos amigos y compinches ideológicos? Al Qaeda está montada sobre una absurda pesadilla política: la convicción de que existe una secreta conspiración entre judíos y cristianos, encabezada por Israel y Estados Unidos, para destruir el mundo islámico. A partir de esa desquiciada creencia, Ben Laden y sus secuaces se trazaron cuatro objetivos: expulsar a los occidentales del Medio Oriente, destruir el Estado de Israel, restaurar el Califato que en el Medievo unió a los pueblos árabes en torno al Islam y recuperar Al Ándalus (Andalucía), en el sur de España, donde en 1492 perdieron el Reino de Granada, último estado islámico en Europa.
Chávez, Castro, Ortega, Correa y Morales deliran en una tesitura diferente. Su locura es otra. Se creen llamados a construir el Socialismo del Siglo XXI para triunfar donde fracasaron la URSS y los comunistas europeos. Su guerra no es exactamente la de Al Qaeda, ni la de Hamás o Hezbolá, pero de alguna manera se sienten afines a estos terroristas o coinciden con ellos. Los perciben como aliados porque creen tener un enemigo común: el imperialismo norteamericano.
En efecto, los gobernantes de esta tendencia política sólo tienen un punto de contacto con Al Qaeda: el antiamericanismo. Pero hasta en ese punto los islamistas fanáticos difieren de los latinoamericanos del entorno chavista.
Ben Laden y su tribu, realmente, quieren y procuran la desaparición del Estado de Israel, pero si los norteamericanos abandonaran el Medio Oriente, lo probable es que los islamistas renuncien progresivamente al antiamericanismo. Dentro de la visión de Chávez, en cambio, el triunfo no es definitivo hasta el hundimiento de los Estados Unidos.
Ben Laden luchaba contra las nuevas Cruzadas. Chávez y su combo lo hacen para derrotar al imperialismo yanqui. Son extraños compañeros de cama.