Creen que el "neoliberalismo" es el causante de nuestra pobreza y de la desigualdad patente de las sociedades latinoamericanas; piensan que el Estado es el mejor administrador de los servicios básicos y de los recursos naturales de nuestras tierras, que de otro modo caen en manos del "imperialismo" explotador, que se enriquece a costa de nuestra pobreza; explican la inflación como maniobras inconfesables de acaparadores y especuladores que se lucran expoliando a la población; sostienen que la mejor forma de ayudar al pueblo es fijar los precios de la canasta básica, limitar o prohibir las exportaciones y repartir dinero a la gente para que salga de la pobreza; creen que hay que decidir el valor de los intereses y establecer el control de cambios.
Mientras esto se propone y se realiza en el plano de lo económico, en el terreno puramente político se confía otra vez en caudillos iluminados, a los que se cree capaces de acabar con la corrupción y la ineficacia, se debilitan las instituciones y se piensa que hay que concentrar el poder en manos de un dirigente que, con amplios poderes, renueve la vida política nacional y acabe con el mal manejo de los asuntos públicos. Un electorado joven, que poco conoce de la historia reciente de sus países, vota con alegría a favor de estos líderes, confiando en que les abrirán un futuro más luminoso a sus naciones.
Lo que no recuerda el electorado, lo que parecen ignorar los nuevos políticos que con tanta seguridad hablan de todo lo humano y lo divino, es que durante muchos años los países latinoamericanos pusieron en práctica las mismas recetas que hoy se presentan como nuevas.
La famosa crisis de la deuda de los años 80 no se produjo por la rapacidad de unos bancos que nos "obligaron" a tomar enormes préstamos, sino porque las políticas que seguían llevaron los gobiernos a la bancarrota: las empresas públicas producían poco y prestaban servicios de mala calidad, mientras acumulaban inmensas deudas; los subsidios generalizados y el aumento incesante del empleo público –utilizado como recompensa para los partidarios del gobernante– creaban déficit imposibles de manejar, crecía el desempleo y la inflación había llegado, en varios países (precisamente en Perú, Argentina, Bolivia y Nicaragua), a multiplicar los precios varios centenares de veces en un año.
Las reformas que se hicieron, aunque tímidas y a veces mal orientadas, no fueron impuestas por el Fondo Monetario Internacional, como creen algunos, sino que resultaron inevitables ante economías que habían colapsado por completo. No fue un neoliberalismo salvaje el que creó la desigualdad y la pobreza: las sociedades latinoamericanas han sido siempre pobres y pavorosamente desiguales desde hace muchas décadas, y esos problemas no disminuyeron, sino que aumentaron, cuando se cerraron las economías, se dieron importantes privilegios a sindicatos y grupos empresariales locales y se promovió un gasto público desordenado y totalmente ineficaz.
El mismo ciclo, lamentablemente, parece estar reiniciándose ahora en muchos países, y no dudamos de que los resultados volverán a ser los mismos: más pobreza, más desigualdad y un futuro de crisis que arrojará por la borda el poco crecimiento conseguido en estos años. Lo peor es que ahora, con la nueva democracia tipo chavista que se está extendiendo por el continente, no tendremos siquiera la posibilidad de cambiar de gobernantes por la vía pacífica del voto, la que sirviera en su momento para arrojar del poder a los Alfonsín, los Siles Zuazo, los Daniel Ortega y los Alan García.
Nuestro futuro, si seguimos así, se parecerá cada vez más al de Cuba, que en medio de la miseria soporta la dictadura más larga de la historia.
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