
Buena parte de la arquitectura es, de hecho, de estilo español, español californiano o andaluz imaginativo, por así decirlo, pero de sabor español inequívoco al fin y al cabo. Eso, por no hablar de los nombres. Hay quien dice que la palabra "Arizona" es de origen vasco. Distritos electorales como el de Santa Cruz o La Paz se prestan a pocas ambigüedades.
La Basílica de Santa María, construida donde se levantó en su día el primer templo católico de la ciudad, podría ser una iglesia española o hispanoamericana, así como el colegio de los jesuitas, en pleno centro de Phoenix. (Por cierto, que el 42% de los creyentes de Arizona son católicos). El centro médico Grunow Memorial Clinic se enorgullece de una fachada que las guías llaman "churrigueresca" pero que es casi estrictamente de estilo plateresco, a pesar de haber sido levantada en 1923.
Aun así, y a pesar de su situación fronteriza con México, Arizona no es, como California y Texas, un estado con una abrumadora presencia hispana. Es verdad que la presión inmigratoria es cada vez mayor. A medida que los controles aumentan en los dos estados vecinos, la frontera desértica de Arizona ha ido atrayendo a más y más hispanoamericanos. Y, como en Texas y California, también aquí han surgido patrullas fronterizas espontáneas, de ciudadanos convencidos de que el Gobierno federal no cumple con su deber de protección. Así es como la inmigración ilegal se está convirtiendo cada vez más en un asunto central en la política del estado.

La complejidad de la cuestión de la inmigración ilegal está planteando problemas de todo género. A los republicanos, a los que sin duda alguna perjudicó en las elecciones de 2006, cuando perdieron dos escaños en la Cámara de Representantes de Washington (antes, los republicanos aventajaban en cuatro escaños a los demócratas –6 a 2–; ahora hay un empate a cuatro), desde luego, pero también a la propia comunidad de origen hispano, que alcanzaba en 2004 algo más del 25% de la población y se encuentra escindida entre su voluntad de integración y su solidaridad con los inmigrantes ilegales, que presionan en el territorio fronterizo con México.
Así que ya hemos encontrado otro punto en común con España, además de la historia del territorio –cruzado por los españoles en el siglo XVI– y la estética: la inmigración y los problemas que ésta plantea. Hay otros.
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Arizona es un estado particularmente seco. En buena medida –toda la mitad sur– es un desierto. Pero es ahí justamente donde se ha instalado la gente. La población estatal aumentó un 40% entre 1990 y 2000. Este fabuloso crecimiento demográfico se debe al bajo precio del terreno, a los impuestos bajos y al clima, de primavera perpetua, con dos o tres meses extremadamente calurosos en verano.
Phoenix –y su cinturón, conformado por ciudades como Tempe, Chandler y Scottsdale– es una gigantesca metrópoli de casi cuatro millones de habitantes, con calles anchas como autopistas –cinco o siete carriles–, un centro muy pequeño pero bien cuidado –a diferencia lo que ocurre en muchas ciudades del Este– y gigantescos centros comerciales (malls) que abastecen a una población que vive en casas enormes, si se miden con parámetros europeos, muchas de ellas con piscina. En otras palabras, es un inmenso oasis bajo un cielo siempre azul, poblado de palmeras, naranjos, eucaliptos, palo verde (pronunciar verdiii) trees y, como era de esperar, cactus, los omnipresentes, altísimos, circunspectos y simpáticos cactus.
El problema que se plantea es cómo abastecer de agua a esta población en continuo crecimiento. La solución no ha sido fácil, con un pleito a tres bandas: el Estado, el Gobierno federal y las llamadas naciones indias, propietarias de buena parte de la zona norte, la región montañosa que nutre de agua a la zona sur. Después de veinte años de conflictos, el senador republicano Jon Kyl, con la ayuda del célebre John McCain, también senador republicano por Arizona, y el apoyo unánime de la Cámara del estado, consiguió un compromiso por el cual Arizona reembolsará al Gobierno federal una parte de las enormes inversiones realizadas para canalizar y aprovechar el agua de la sierras, mientras que las comunidades indias del norte suministrarán agua a las ciudades del sur a cambio de un canon.

Arizona fue y sigue siendo el Copper State, el Estado del Cobre. Es el mayor productor de este metal en la Unión. El antiguo Capitolio, uno de los pocos edificios centenarios que existen en Phoenix, tiene una cúpula cubierta de relucientes capas de cobre. Por otra parte, la agricultura y la ganadería han desaparecido casi del todo. Se han establecido industrias tecnológicas punteras, y las inversiones del Gobierno federal, como la gigantesca base aérea de entrenamiento que lleva por nombre Barry Goldwater, han jugado un papel importante en el desarrollo del estado.
Como Florida, Arizona tiene fama de ser un estado para jubilados, que se instalan aquí una vez acabada su carrera profesional. Aun así, la población mayor de 65 años apenas supera el 13%. Lo que sí ha propiciado la traída de agua, en cambio, es el turismo. Está, cómo no, el peregrinaje obligado al Gran Cañón, en el norte. Además de eso, también hay lugares para practicar deportes de invierno, en torno a Flagtaff, y colonias de artistas, entre místicos y new age, que han llevado nuevas remesas de población a las fantásticas montañas rojizas de Sedona, antes escenario de numerosos westerns.
En el sur, el agua ha sido clave para que en pleno desierto surjan gigantescos (aquí todo es gigantesco) campos de golf: hay 338, tantos como en toda España, y los aficionados acuden de todo el país y también de Europa, en particular del Reino Unido (hay un vuelo diario entre Phoenix y Londres).
Así que Arizona, antiguo territorio de frontera, se ha convertido en un estado casi completamente urbanizado pero que no ha perdido del todo su imagen de Viejo Oeste; es más, sabiéndola aprovechar, ha convertido el turismo en una de sus principales industrias.
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Pero también es el estado del moderado John McCain, y se ha ido moviendo en los últimos años hacia una mayor presencia demócrata. La Asamblea, de mayoría republicana, convive con la gobernadora Janet Napolitano, una demócrata de las de Clinton, desde 2002.
La cuestión de la inmigración ha sido clave en esta evolución, pero también, probablemente, la excesiva ideologización de algunas cuestiones culturales, como la propuesta de enmienda constitucional que impediría el matrimonio entre personas del mismo sexo (y de paso cualquier otra forma de unión legal que no sea el matrimonio), derrotada en las elecciones de 2006.
En resumen, Arizona es uno de esos laboratorios donde se está fraguando la nueva Norteamérica. Alguno de sus grandes recursos (el turismo) y algunos de sus desafíos (el agua y la inmigración) la asemejan, curiosamente, a España, un país importante en su historia. Merecería la pena explorar estos puntos en común y aprender, unos de otros, en algunos aspectos.
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