Cuando habla de América, Pampillón a menudo pone el dedo en la llaga: denuncia corrupción, proteccionismo comercial, inestabilidad monetaria, indefinición de los derechos de propiedad, y distingue entre los países que hacen bien las cosas y los que las hacen mal en tales materias. Sin embargo, en un reciente artículo, titulado "Cohesión social y reformas en Latinoamérica", dedicado a ese aquelarre que son las cumbres iberoamericanas, se fija en dos falsos problemas: la desigualdad social y la reevaluación de las monedas en aquellas tierras.
Todavía no ha calado en la opinión pública el hecho bienvenido de que tanto Iberoamérica como el África Subsahariana llevan cinco años de notable crecimiento económico. En parte, ello se debe a que las materias primas que producen han alcanzado precios muy altos y, en parte, a que son ya muchos los países americanos que funcionan muy aceptablemente: Chile, México, Brasil, Perú, incluso Colombia, pese a la guerrilla y el narcotráfico. Los hay, sin embargo, que despilfarran su bonanza temporal: son ejemplos de la maldición del petróleo, que lleva a los gobernantes a enriquecerse indebidamente y a jugar con el dinero del subsuelo para darse importancia en el mundo.
Pese a tan halagüeño desarrollo, mis amigos latinoamericanos se muestran pesimistas. Desanimados y desmoralizados porque cunde el populismo petrolero y la opresión "bolivariana", creen que la respuesta frente al peligro del dinero revolucionario es aplicar unas políticas socialdemócratas que han fracasado en el Primer Mundo. Pampillón es uno de los que denuncia que el gasto público es "insuficiente", está "mal diseñado" y no es "redistributivo". Hace falta, añade, más presión fiscal, dado que, excepto en Brasil, las recaudaciones son "bajísimas". Ello se debe a que abundan las "exenciones y deducciones fiscales" y a que "una gran parte de la economía trabaja en la informalidad". Lo dicho: impuestos más altos y progresivos, más gasto público y menos corrupción (si Dios quiere).
Estoy de acuerdo con la idea de combatir con toda energía la corrupción, pero quizá nuestros remedios difieran. El intento de enviar a los sátrapas a la cárcel o de recuperar lo que hayan escondido en paraísos fiscales no basta. La mayor transparencia informativa, con medios independientes del poder, es cosa poco práctica cuando gobierna un gorila. Más eficaz sería reducir el tamaño del sector público: la corrupción política disminuye cuando las explotaciones petroleras no son del Estado, se privatizan las empresas públicas, se reducen los trámites para crear empresas y obtener permisos y se definen y respetan los derechos de propiedad, especialmente los de los pobres.
Subir los impuestos para expandir el gasto público y redistribuir la riqueza puede dar algunos votos, pero no resuelve, muy al contrario, el problema de la pobreza. Poco pueden hacer los políticos decentes con impuestos redistributivos contra las larguezas de populistas que nadan en petróleo o manejan la máquina de imprimir billetes. Los populistas tienen las de ganar, hasta el momento en que ponen su país al borde de la catástrofe; pero cuando llega el desencanto de los pobres que no salen de su miseria y las caceroladas de las amas de casa esquilmadas por la inflación puede volver la democracia, producirse un golpe militar o crearse una situación cubana.
Para combatir el populismo es esencial vencer, no redistribuir la poca riqueza existente. No es lo mismo dar de comer que reducir las desigualdades. La experiencia del Sudeste Asiático durante el último cuarto de siglo indica que es posible situar a millones de personas por encima de la mera subsistencia si la economía se liberaliza y se busca activamente vender en el extranjero. Gracias a los avance asiáticos, nos ha enseñado Sala i Martín, el número de pobres que viven con menos de dos dólares al día se redujo en 400 millones en el último cuarto del siglo pasado, y eso que la población mundial aumentó en unos 1.000 millones durante ese tiempo. Además, ¡milagro, milagro!, también se ha reducido la desigualdad: las personas que viven con menos de dos dólares al día han pasado de representar el 44% del total (1970) al 8%. Es la globalización, señala el economista catalán.
Tampoco es cierto que la reevaluación de las monedas latinoamericanas, sobre todo respecto del dólar, suponga necesariamente una "pérdida de competitividad" para esos países. El tipo de cambio que importa para las exportaciones es el real, es decir, el que toma en cuenta el verdadero poder adquisitivo de las monedas y presta atención a la inflación interna. Cuando una moneda se reevalúa los precios en el interior tienden a contenerse, con lo que la temida falta de competitividad se corrige. Mucho más importante para el desarrollo económico es la mejora de la productividad real, que puede conseguirse reduciendo los impuestos y el gasto público, arrumbando protecciones y favores públicos, alentando la inversión directa extranjera e imitando tecnologías modernas.
Importa, y mucho, tener unos impuestos bajos. Ahora está de moda decir que es bueno bajar la tarifa porque se recauda más. Se trata de bajar la carga fiscal, reduciendo el nivel absoluto del gasto público. No olviden jamás que gasto total es el impuesto total. Un gasto público creciente, como quiere Pampillón, hay que financiarlo con más impuestos, con más deuda o con más inflación.
Dejaré para otro día el decirles cómo se hacen obras públicas, o se financia la educación, o las pensiones, con dinero privado. Hoy me contento con decir que hablar de "cohesión social" equivale a dignificar la envidia. ¡Qué importa que haya muchos ricos si han conseguido su fortuna en limpia competencia y de paso han sacado a hambrientos de la pobreza!