A mediados de los años 70 la Unión Soviética parecía hallarse en el apogeo de su poder. El triunfo del Vietcong, en 1975, había puesto toda Indochina del lado sinosoviético. Los Acuerdos de Helsinki de 1975 parecían consolidar la división de Europa. Tropas cubanas con ayuda soviética intervenían en la guerra civil de Angola, convirtiendo el país en un satélite de la URSS. Una junta militar (Derg) había tomado el poder en Etiopía. Dos años después, tropas cubanas combatirían contra el ejército somalí en la provincia etíope de Ogaden para convertir Etiopía en otro satélite soviético. A través de Cuba, la URSS conseguía una fuerte base operativa en África. El comunismo parecía una fuerza incontenible. Muchos intelectuales adoptaban la teoría de la convergencia, en el convencimiento de que el socialismo era una tendencia mundial inevitable.
Nuestro movimiento de derechos humanos surgió como una iniciativa estrictamente cubana que durante bastante tiempo careció prácticamente de toda simpatía o solidaridad en el exterior. A todo el mundo le costaba trabajo creer que ese abierto desafío al régimen no fuera sino una astuta provocación. Poco a poco, sin embargo, la obstinación suicida de Ricardo Bofill fue convenciendo a unos pocos simpatizantes de la importancia de utilizar el tema de los derechos humanos como un arma de lucha contra la dictadura totalitaria de Fidel Castro.
Aunque fue un proceso inspirado mucho más en la efectividad práctica que en consideraciones teóricas, los que iniciamos este movimiento nos fuimos dando cuenta, poco a poco, de la profundidad del concepto de los derechos humanos. El nazifascismo, decíamos, consideraba que había segmentos completos de la sociedad –los judíos– que eran profundamente hostiles a la nación y que debían ser exterminados, inclusive físicamente. A los judíos, por consiguiente, no se les podían reconocer derechos.
Los comunistas, por su parte, consideraban que los propietarios de los medios de producción (la burguesía, los empresarios) explotaban a los trabajadores, generando de esa forma la pobreza, el delito, la prostitución y todos los males sociales. Si se acabara con los propietarios privados, inclusive físicamente, de ser necesario, no habría explotadores ni explotados y se acabarían los males sociales. Pero, por supuesto, se empezaba negando sus derechos a los grandes propietarios y se terminaba negándolos a los que tenían un puesto de patatas fritas. Ni nazis ni comunistas podían reconocer los derechos inalienables de todos los seres humanos.
En términos ideológicos y culturales, lo que hizo nuestro movimiento fue rescatar la idea de los derechos individuales inalienables. Estas ideas son el fundamento mismo de la civilización occidental, y sus raíces están en Grecia, Roma y nuestra herencia judeocristiana. Estas ideas de los derechos de cada individuo (independientemente de la raza, la clase, el origen nacional o la creencias religiosas) estuvieron bajo duro ataque en el siglo XX y lo siguen estando hoy, porque algunos llamados ''progresistas'' pretenden dar preferencia a los derechos tribales de ciertos grupos.
La dictadura cubana tiene que reconocer los derechos humanos formalmente porque Cuba es signataria de la Declaración de los Derechos Humanos de 1948, y resultaría políticamente suicida denunciarlos. Los mínimos ''derechos'' que se concede ocasionalmente a los opositores, sin embargo, no son derechos, sino renuentes concesiones de una dictadura temerosa de la condena de la opinión pública internacional, del aislamiento político que eso conlleva y de la posibilidad de que eso facilite tomar medidas en su contra.
Es en ese mínimo espacio político, en esa fisura, como decía nuestro inolvidable Reynaldo Bragado, que empezamos una nueva etapa en el enfrentamiento contra la dictadura. Fuimos herederos del presidio histórico, de los primeros héroes y mártires que se enfrentaron contra el totalitarismo, entre los que se encuentra mi propio hermano, Emilio Adolfo Rivero.
Los grupos que han mantenido y desarrollado esa lucha en Cuba, los valientes compañeros Gustavo Arcos, Marta Beatriz [Roque], Vladimiro [Roca], [Oswaldo] Payá, Elizardo [Sánchez], Elías Biscet, Héctor Palacios y tantos otros, ahora tienen, al menos, la certidumbre de que sus ideas han triunfado, de que enfrentan un poder podrido hasta la médula y de que el futuro les pertenece. Esto no es estímulo para los débiles. Pero, en definitiva, los débiles nunca han hecho historia.
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