El socialismo del siglo XXI no gana adeptos. Son los mismos actores de siempre: Cuba y Venezuela como protagonistas y Bolivia y Nicaragua como orgullosos secundarios. Ecuador, en breve, será protagonista, pues los pasos que viene dando Correa son de gigante, persiguiendo a la prensa, amedrentando a la oposición, ejerciendo de gran embajador del castrismo.
Este grupo, además de no crecer, se encuentra con que los petrodólares de Caracas no fluyen igual que antaño, pues también el chavismo tiene problemas de financiación. Así pues, no debería sorprendernos si actores extrarregionales caracterizados por su relativismo y por una curiosa concepción de la soberanía nacional cobran protagonismo.
Uno de ellos es, evidentemente, China. Nada nuevo. Pekín desea afianzar su capitalismo de Estado, o más bien su capitalismo con pies de barro, más allá de Asia. Los Gobiernos, no sólo de América Latina, quieren tener lazos con China. Muchos no dudan en compatibilizar su deseo de establecer alianzas comerciales con echarse las manos a la cabeza cuando ven cómo trata el comunismo a los monjes budistas...
Otro es Rusia. Durante la dictadura comunista (Stalin, Kruschev, Breznev, Chernienko, Andropov...), a la oposición se la silenciaba; ahora se la reprime por la fuerza. Entonces no había elecciones, ahora sí, pero, como diría un castizo, "de aquella manera". Vladimir Putin lleva tiempo haciendo incursiones en América Latina y mostrándose interesadamente contemporizador con determinados regímenes liberticidas, como el sirio.
Finalmente, tenemos a Irán. Ahmadineyad ha encontrado un filón en el socialismo del siglo XXI, con el que comparte el desprecio a la democracia liberal y el antiamericanismo. Los socios latinoamericanos de Teherán avalan su programa nuclear con la pueril justificación de que tiene derecho a desarrollarlo. Esta toma de posición tiene su recompensa. Así, el número 2 del Gobierno iraní, Alí Saeidlo, visitó Cuba y Nicaragua hace escasas semanas con la chequera lista para el reparto de prebendas.
Mientras, la otra América Latina, la que defiende la democracia, sin tanta publicidad avanza a pasos agigantados. El último gran ejemplo es la Alianza del Pacífico, integrada por Méjico, Colombia, Perú y Chile. Todos estos países son conscientes de que las viejas organizaciones de integración latinoamericana, especialmente Mercosur, viven una parálisis con visos de ser crónica; y otras, como la OEA, se decantan más por los gestos que por la resolución de los problemas, como quedó de manifiesto en la Cumbre de Cochabamba.
La importancia de esta iniciativa trasciende lo comercial, cuyo éxito parece asegurado, y enlaza directamente con un concepto que algunas naciones de América Latina han olvidado en los últimos tiempos: el de seguridad jurídica. Perú, Colombia, Méjico y Chile son socios fiables en los que invertir, y sus Gobiernos no emplean las nacionalizaciones como herramienta de legitimación ante sus ciudadanos, lo que sin duda alguna repercutirá positivamente en su crecimiento, frente a lo que viene sucediendo, y es probable que se acentúe, en Argentina, Bolivia, Venezuela, Nicaragua, Ecuador y Cuba.
Lo dicho: cada está más claro que hay dos Américas Latinas, con más diferencias que semejanzas.
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