La fórmula que mejor describe el actual sistema económico de China es "mercantilismo salvaje". China acumula miles de millones de dólares producto de su impresionante superávit comercial. Parece el sueño del más consistente de los mercantilistas de los siglos XVI o XVII: consolidar un Estado-Imperio fuerte mediante la acumulación de activos –hoy son bonos del Tesoro de Estados Unidos u otros activos financieros, no barras y monedas de oro–, inundando el mundo con sus mercancías.
Pero hasta como ejemplo mercantilista el caso chino es anómalo y anacrónico. Sólo es posible el experimento chino –abrumadoramente exitoso si se atiende al sostenido crecimiento de su Producto Interno Bruto– en un mundo que ha dejado atrás el mercantilismo nacionalista para entrar en el capitalismo global –la antítesis del mercantilismo–, y sólo se explica el éxito comercial de China por la avidez que tienen los mercados globales de bienes cada vez más baratos y competitivos.
El asunto se complica más si consideramos que el mercantilismo chino florece en medio de una atroz dictadura que sigue, para todo efecto ideológico y retórico, los cánones de una marxista dictadura del proletariado. Nueva paradoja: los proletarios chinos siguen en la pobreza mientras alimentan la fiebre de consumo del mercado global. No es, por cierto, lo que había profetizado Marx.
Silenciosamente, en medio de una sociedad en la que la información es rigurosamente controlada, las protestas crecen. Nada para alarmar aún a la gerontocracia, pero estamos hablando de unas 74.000 protestas en 2004, registradas en 337 ciudades y 1.955 condados. Esto da un promedio de entre 120 y 250 protestas diarias en zonas urbanas, y de entre 90 y 160 protestas en zonas rurales. Son cifras oficiales que la revista The Economist difundió en septiembre de 2005. Y como anotaba ese semanario, son cifras conservadoras porque los funcionarios chinos tratan de ocultar los disturbios locales para evitarse problemas con sus superiores.
Se dice que el Gobierno chino se prepara para moderar su crecimiento y atender, mediante algún tipo de políticas de bienestar social, los grandes problemas internos de pobreza. Sería una forma, especulan algunos, de darle un respiro al experimento chino.
Este gigante, cuya economía crece a una velocidad vertiginosa, padece ya los males propios del crecimiento desenfrenado; no sólo los cuellos de botella, sino –más importante desde todos los puntos de vista– la suprema incongruencia de ser el competidor más dinámico en las grandes ligas del capitalismo global sin tener siquiera las mínimas libertades de una democracia incipiente.
China tendrá que superar en los próximos años su condición anómala, y en el proceso –queramos o no– nos afectará a todos.
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