El Congreso es cada tanto el blanco favorito de los críticos porque todas las frustraciones de los colombianos se dirigen hacia la élite política, la cual disfruta de un gran poder, percibe sustanciosos sueldos y usufructúa la hacienda y los bienes públicos, y a cambio apenas aporta algún beneficio al país. Así las cosas, nada es más fácil que exacerbar los ánimos contra esa camarilla mediocre. Por otro lado, el descrédito permanente de la actividad política aleja de la misma a personas honestas y bien preparadas.
Dice un viejo dicho (de Bismarck) que la política es como las salchichas, que son deliciosas pero es mejor no preguntar cómo se hacen. Si la política es la continuación de la guerra por otros medios (Clausewitz), y si en la guerra todo vale, es de esperar que el pulso por el poder y el ejercicio del mismo desaten unas dinámicas inaceptables en otros ámbitos. Lamentablemente, esto refuerza la tentación de sobrepasar la muy tenue línea que separa lo moralmente aceptable, lo claramente antiético y lo abiertamente criminal. Esto es lo que habría que analizar en el escándalo actual.
Colombia vivió muchos años sin Dios ni Ley. Primero mandaban los gamonales, o caciques políticos, hasta que fueron desplazados por las guerrillas, los narcotraficantes y los paramilitares. El bipartidismo de antaño fue objetivo militar de las guerrillas, y a sus representantes no les quedó otra que aceptar el paramilitarismo para mantener el control político y preservar sus vidas. Esta perversión es un legado de Gobiernos pusilánimes que ignoraron sus responsabilidades y se negaron a combatir a las guerrillas por considerar que sus propósitos supuestamente altruistas las hacían merecedoras de concesiones desmedidas.
Nadie está obligado a dejarse asesinar, menos aún cuando el Estado ha incumplido el contrato social. El problema es que, como el poder absoluto corrompe absolutamente (Lord Acton), algunos políticos pasaron de la convivencia a la connivencia con los paras, y más tarde a la complicidad, vinculándose directamente con crímenes de diversa naturaleza para apropiarse de dineros públicos o de las tierras de los campesinos, y hasta para eliminar a sus rivales políticos.
Sin embargo, la mayoría de los congresistas investigados no lo están siendo por la comisión de crímenes tan graves, sino por la supuesta influencia de los paramilitares en su elección. En algunos casos son evidentes las circunstancias atípicas en que fueron elegidos, con muchos votos favorables en zonas de dominio para; en otros la influencia no es evidente, o incluso luce innecesaria.
De ahí que no pueda descartase que en el actual escándalo de la parapolítica haya otros intereses de por medio, sin duda malsanos y oscuros. A muchos políticos les están pasando factura por haber mantenido reuniones con los paras para hablar de su desmovilización, pero no se da el mismo trato a quienes han acudido a campamentos guerrilleros. Curiosidades de una justicia parcializada...
Por eso es una falacia decir que el Congreso está viviendo una crisis de legitimidad y, por tanto, hay que cerrarlo. El Congreso nunca ha sido limpio, y falta mucho para que algún día lo sea. Nadie se daría golpes de pecho si el presidente Uribe lo cerrase, pero ese fujimorazo sería visto como un arranque del más nocivo autoritarismo. Por tanto, Uribe envía una buena señal al mostrarse en desacuerdo con esas salidas populistas. Será necesario que el Legislativo, por fin, se autorreforme, cosa que ha intentado sin éxito durante décadas, como un fumador empedernido.
© AIPE