Ya a finales de los noventa nos empezábamos a preguntar dónde andaría el límite que separa la seguridad de la privacidad. Esta cuestión alcanzó su nivel máximo –aunque mayormente justificada– a partir del dramático y brutal atentado de las Torres Gemelas.
En el largometraje cuyo título responde al mismo con el que he bautizado esta columna, Will Smith se veía atrapado en una conspiración perpetrada por un grupo renegado de la NSA que pone en marcha una venganza asesinando a un congresista.
Entre maniobras de todo tipo para escapar de los largos y poderosos tentáculos del grupo de operaciones, cuyo despliegue tecnológico pone los pelos de punta hasta al más avezado de los intervencionistas, el protagonista es ayudado por un veterano de la cosa para lograr salvarse de tan surrealista caza.
Lo que recuerdo nítidamente es una escena en la que Gene Hackman hace que su protegido se quede en paños menores. Sin zapatos, sin pantalones, sin calcetines, sin reloj, sin, por supuesto, teléfono móvil. Tan sólo unos piadosos calzoncillos boxer son los permitidos para poder circular sin ser localizado.
Las noticias de esta misma semana no sólo me ha hecho venir a la memoria la película, sino que reavivan el debate al respecto de la privacidad.
Los 60 millones de escuchas realizadas a España en tan sólo un mes inducen a pensar que no sólo están más o menos localizados supuestos terroristas en potencia, sino que la amante del tendero del chaflán tiene también su momento de gloria, si en su pícara conversación telefónica ha osado mencionar alguna de las palabras que se filtran para cruzar datos.
Los quince minutos de gloria a los que según Andy Warhol todo el mundo debería tener derecho nos los proporciona ahora la NSA. Y gratis, oigan.
Veamos. Conste que soy firme defensora de poner las medidas que sean necesarias para velar por nuestra seguridad. Y si me quedo en un aeropuerto con mis pies al aire, lo hago encantada. Y si tengo una conversación en la que empleo términos que pueden resultar sospechosos, aunque los utilice hablando con mi amiga Teresa al respecto de un hacker amigo suyo monísimo, pues adelante, grábenme. Lo que, en todo caso, llevo peor es la incoherencia al respecto. Pero ése, me temo, es otro asunto.
Centrémonos en el límite que separa la seguridad de la privacidad con la que nuestro querido sistema se supone nos ampara.
Porque francamente, intuyo que se les ha ido a todos un poco de las manos. Que a estas alturas Barack Obama conozca bien de cerca los gustos más ocultos de Angela Merkel es ya casi una obviedad.
Y según parece, tanto el CNI como los centros de inteligencia franceses estaban perfectamente sincronizados con la NSA, a los que les facilitaban todo tipo de datos.
El problema, como en casi todo, es que se sepa. Más allá del hecho en sí. Porque ahora es cuando realmente uno se plantea sí el enemigo público es el perseguido o el perseguidor, que no tiene del todo claro el sistema de filtros y discriminación necesarios que marcan la diferencia entre un rastreo e investigación seria de uno más propio de la TIA mortadeliana.
Y volvemos a la eterna discusión. Quién diablos vigila al vigilante.
Con lo que a mí, qué quieren que les diga, un poquito de repelús sí me da. Así, en general.