Comienzo a escribir este artículo pocos días después de los terribles atentados del Estado Islámico cometidos en el aeropuerto de Estambul. Apenas han pasado 72 horas y nuevos ataques se han producido en Camerún por parte de sus aliados en Nigeria, Boko Haram, con once muertos y decenas de heridos y en la capital de Bangladesh con un método similar al de París del año pasado con suicidas explotando con sus bombas y toma de rehenes en un restaurante frecuentado por extranjeros que se ha saldado con 28 muertos. Sólo espero que no comiencen a bucear en la vida personal de los terroristas para explicar una aversión infantil a la pasta que les llevó a atacar un restaurante italiano. Pero no podemos pasar por alto el terrible atentado ocurrido en Bagdad contra una famosa heladería del barrio chiíta, famosa por sus fantásticos helados y siempre concurrida, que se ha llevado la muerte de 125 personas y que tiene un objetivo directo, la ruptura de la frágil coalición entre sunitas y chiítas que combaten al Estado Islámico en Irak. La única estrategia que le queda a EI es la guerra civil en Irak y eso pasa por masacrar a los chitas hasta romper la alianza con los sunitas moderados, y seguro que nuevos atentados se producirán en los próximos días con este objetivo. Sin descartar la amenaza sobre la Eurocopa a una semana de su final.
La primera conclusión de todo lo que ha acontecido en los últimos meses es evidente: nadie está a salvo y la amenaza es global. Durante el año 2015, casi 300 ataques terroristas están contabilizados por el terrorismo de origen islamista en sus distintas versiones, desde grupos palestinos, Boko Haram, ISIS y Al Qaeda, así como todas sus subdivisiones en países que van desde Libia hasta Indonesia, excluyendo zonas de conflicto. Sólo en atentados terroristas y excluyendo las matanzas producidas en los conflictos de Irak y Siria que han supuesto miles de vidas, el Estado Islámico asesinó en 2015 a más de 1.000 personas y causó más de 2.200 heridos. A mediados de este año 2016 ya van 536 muertos y 1.500 heridos a causa de explosiones, coches bombas, guerrilla urbana, etc.
Todos somos conscientes de que nadie se ha escapado a este terrorismo que tiene unos orígenes y unas causas bien específicas y determinadas. Desde Estados Unidos a Indonesia, pasando por Rusia, Egipto, Francia, Bélgica... Más de cuarenta países de los cinco continentes han sufrido ataques terroristas de grupos ligados al Estado Islámico o inspirados por éste, en los últimos dieciocho meses. Entre Al Qaeda y el ISIS han producido más muertes que todos los grupos terroristas de la historia contemporánea, y han actuado con total impunidad aprovechándose de todas las oportunidades que ofrece la libertad que combaten.
Todos los grandes conflictos militares de los últimos treinta años han tenido a países islámicos como protagonistas, o en alguna medida se han visto afectado por conflictos con tintes de radicalismo religioso: Irak, Irán, Siria, Líbano, Yemen, Afganistán, Bosnia, Nigeria, Sudán, Somalia, Chad, República Centroafricana. El 90% de las misiones de paz de Naciones Unidas han sido causadas por conflictos en los que uno de los contendientes estaba inspirado por el radicalismo islamista. Lo peor de estos conflictos es que en algún momento de su origen hay un interés de una potencia occidental o comunista en utilizar a estos estados casi fallidos como plataforma para su particular liderazgo internacional. Todos los países que han pretendido apoyarse en un grupo radical o terrorista como una buena estrategia de liderazgo mundial han terminado siendo las principales víctimas de estos grupos. Los que han pretendido comprender o reformar desde fuera lo que no hay ninguna interés en cambiar desde dentro también son culpables de estas olas de terror que estamos sufriendo.
Las derrotas del Estado Islámico en Siria e Irak están produciendo un efecto endiablado. Muchos se aprovechan de las debilidades de nuestro sistema de seguridad para continuar su guerra en territorios donde el impacto de sus acciones resulta devastador al tratarse de países desarrollados, mayoritariamente cristianos y con medios de comunicación al servicio de la noticia, como no podría ser de otro modo. Decenas de miles de combatientes están dejando los territorios en el centro de Irak y Siria para marchar a Líbano donde el ejército ha debido intervenir en los campos de refugiados desde los que se atacan intereses cristianos en el país, a Egipto, Turquía y sobre todo a Europa. Por otra parte, el sentimiento de derrota, lejos de hundir la moral de los criminales que se amparan en su interpretación del Islam, produce un efecto de solidaridad que se percibe en las capitales de media África y de los países de mayoría islamista como Pakistán, Bangladesh e Indonesia.
Resulta obvio que la gran inmensa mayoría de los seguidores del Islam son personas pacíficas y no hay ninguna razón objetiva para criminalizar a una comunidad de más de mil millones de personas, pero son en estos países donde gobiernan supuestos hombres de paz donde se inspiran, se forman y preparan los atentados. Es en sus barrios donde se enmascaran y consiguen apoyo logístico. Pero es muy cierto que por la propia idiosincrasia de la religión islámica, los enfrentamientos internos resultan mucho más virulentos, y resulta palpable que los más dañados por este terrorismo son los propios seguidores del Islam. Sin embargo, salvo algunas iniciativas inteligentes de gobiernos como los de Marruecos y Argelia, lejos de perseguirse a los terroristas se les ignora en el mejor de los casos.
Pero corresponde a la comunidad política de Occidente poner los medios para devolver a la ciudadanía la seguridad perdida. Las sociedades europeas y norteamericanas sienten miedo y la respuesta que reciben de sus gobernantes es una mezcla de estupor, incredulidad y confianza que a base de no cejar en la inteligencia y la persecución policial se conseguirán resultados. Pero no es esa la impresión que están produciendo en los ciudadanos normales que tienen miedo de viajar o salir a la calle. Que el día del orgullo gay se convierta en un motivo de alerta para nuestra seguridad muestra cómo han cambiado nuestro modo de vida los terroristas.
La respuesta de los gobiernos europeos a los atentados sufridos en sus territorios ha sido visceral, dirigida más a satisfacer ciertas voces de venganza que a resolver el problema de fondo. Los gobierno occidentales continua con su política de confiar que las cosas se arreglarán a base de continuar deteniendo islamistas que nuestro sistema de libertades deja mayoritariamente en la calle o sin persecución. En la mayoría de los atentados cometidos en Europa y Estados Unidos, los autores estuvieron en alguno momento en el objetivo de la policía. Esto, siendo malo, es una excelente noticia, ya que no estamos descaminados en los medios pero nos falta la determinación.
Occidente está en estado de guerra y lleva ya años. Es sin duda una guerra muy diferente de la tradicional pero cuando un grupo con una organización propia y fines bien determinados actúa contra otro grupo de personas y países con violencia, utilizando cualquier medio a su alcance para golpear a sus enemigos, podemos suavizar el término, pero en el fondo nos están atacando; nos están matando en nuestras calles y aeropuertos, y la sociedad demanda terminar con esto. ¿De qué sirve tanto poder militar, tanto desarrollo si quedamos al pairo de unos desharrapados que nos matan cuando y donde quieren? ¿Cómo pueden estos indocumentados que han hecho un cursillo avanzado de interpretación terrorista del Islam y de construcción de bombas dejar a nuestros supuestos todopoderosos servicios de inteligencia sin soluciones?
Todos somos conscientes que no es una tarea fácil, pero la impresión es que cada vez estamos peor y que los políticos de todo signo pretenden minusvalorar el problema para no crear uno mayor. Pero lo que no se dan cuenta es de que si no hay soluciones rápidas el germen del racismo que ha aflorado en el Brexit y que es alimentado por la ultraderecha europea comenzará a calar profundamente en sociedades que perciben claramente quiénes son los malos y los buenos en un simplismo inaceptable pero comprensible.
Estar en guerra supone actuar en consecuencia; implica utilizar toda la fuerza y medios disponibles para este objetivo; conlleva concentrar toda la fuerza de fuego sobre los puntos de origen hasta terminar con ellos. No es admisible que el Estado Islámico todavía controle territorios en Irak y Siria; que Boko Haram controle parte de Nigeria. El primer golpe es terminar con el control territorial de los terroristas en todos aquellos países donde tienen sus bases y su inspiración. Las potencias occidentales, incluyendo a China, India y Rusia deben terminar con estos grupos de forma definitiva en una acción militar poderosa. El drama de la inmigración es consecuencia de las guerras de Libia y Siria, y también del cuerno de África. El terror en el Sahel; los grupos talibanes en Afganistán y Pakistán deben ser exterminados. Comprenderlos o justificarlos por nuestros posibles errores como hacen algunos populistas facilones, es su victoria y nuestra derrota final.
Una vez se termine con los paraísos, será mucho más fácil buscarlos en nuestras ciudades y barrios. Todo el que apoye, oculte, inspire, simpatice con estos terroristas es un enemigo de Occidente y debe tener el castigo que corresponde. La legítima defensa está en la carta de Naciones Unidas como el innegable derecho de los estados a proporcionar seguridad a sus ciudadanos y defenderse contra las agresiones externas. Si los estados no cumplen con este sacrosanto deber de forma rápida y eficaz, sus dirigentes serán cuestionados, y el problema que tendremos entonces si esta guerra la tienen que librar los populistas nacionalistas, será de unas dimensiones que Huntington nunca habría imaginado.
Las democracias pueden y deben hacer la guerra conforme a los principios que nos inspiran como civilización, deben evitar todas aquellas conductas impropias de los que defendemos los derechos humanos y la libertad, pero en el campo de batalla solo hay un objetivo, ganar, y no hay segundo puesto.