El pasado doce de Febrero publiqué, en mi página, un mensaje de correo recibido de un músico que criticaba mi postura sobre la evolución futura del mundo de la música, expresada en un artículo anterior publicado en la revista PC Actual. Por supuesto, publiqué el correo tras pedir respetuosamente permiso a su autor, permiso que me fue concedido en menos de veinticuatro horas. Ante la opción, además, de permanecer como anónimo, el autor expresó su deseo de aparecer con nombre y apellidos en mi página, lo cual, obviamente, le exponía a un público que, por estar "en mi casa", podía presuponerse más afín a mis tesis que a las suyas.
El intercambio resultó ser francamente fructífero. Mi interlocutor, un sólido argumentador, añadió más argumentos a mis primeras contestaciones, y así hemos cruzado un par de intercambios que se han convertido en entradas muy visitadas y comentadas de mi página, con un elevado número de referencias desde otros sitios y muy interesantes y procedentes comentarios en soporte de una y otra postura. Pero lo interesante no es lo que ha ocurrido en público, sino más bien lo que ha pasado en privado, en "la intimidad" de mi bandeja de entrada: a pesar de que mi postura en contra del inmovilismo y la negativa a evolucionar de la industria discográfica es patente desde hace mucho tiempo, y ha sido manifestado en muchas ocasiones en esta misma columna, esa entrada en la que discutía en abierto con un músico se convirtió en una especia de imán para todos aquellos que mantenían posiciones críticas al respecto desde el interior del mundo de la música. Así, dispongo en este momento de un arsenal de argumentos en contra de las posturas de actores como las discográficas o la SGAE digno de la santabárbara del mejor ejército del mundo, y de testimonios en número suficiente como para torpedear a cualquier interlocutor en el próximo –y esperado– debate. Leyendo los correos recibidos de músicos y artistas de toda condición a lo largo de los últimos diez días, se diría que la mayor fuente de resistencia ante las posturas numantinamente mantenidas por la SGAE viene, curiosamente, de su propio interior, de su base de asociados. Y uno, ingenuamente, se plantea: ¿qué extraño tipo de sociedad privada consigue mantenerse en sus actividades, cuando parece ser que un número importante de sus socios están en desacuerdo con la misma? ¿Qué hace de la SGAE un oponente sólido, un interlocutor válido cuando se trata de temas relacionados con el mundo de la música? Cuando un representante de la SGAE se planta ante mí en una mesa de debate, ¿con qué legitimidad lo hace? ¿Con la que dice tener como representante de miles de autores, o con la que efectivamente tiene como catalizador de las iras de muchos de ellos, que aprovechan la mínima oportunidad para manifestarse en desacuerdo con sus tesis?
El porqué dicha resistencia se pone de manifiesto únicamente fuera de los canales que la Sociedad debería tener establecidos a tal efecto es algo que se me escapa. Ignoro si los estatutos de la Sociedad en cuestión prevén algún tipo de castigo, escarnio público, adoctrinamientos basados en alquitrán y plumas o castigos corporales consistentes en la suspensión del peso corporal del individuo sobre las falanges de ambos pulgares. Pero las reacciones de estos últimos diez días me llevan, al menos en mi condición de observador externo, a pensar en cualquier cosa menos en una gestión transparente y al gusto de todos los asociados. Sin duda, algo pasa aquí, algo huele mal ahí dentro cuando yo, que no soy nadie, me convierto súbitamente en canal de recogida de quejas y veo mi postura crítica tan sólidamente apoyada por una multiplicidad de mensajes con parecidos argumentos. Mensajes que, por otro lado, valoro enormemente recibir por lo que tienen de compromiso desde dentro con una serie de cambios que muchos llevamos tiempo pidiendo desde fuera.
Pero, digo yo... si la sola mención de la SGAE desencadena, en Internet y fuera de él, tales reacciones que sus abogados no dan abasto para demandar a todos los que las manifiestan y tienen que adoptar una postura amenazante digna de un sindicato de estibadores portuarios –con todo el respeto para los estibadores portuarios– y, además, sus posturas tampoco encuentran apoyo desde el interior de sus propios muros o, al menos, cuenta con un claramente nutrido "sector crítico" o "quintacolumnista"... Si no la apoyan ni fuera ni dentro, si las únicas posturas favorables le vienen de abogados pagados por ellos mismos, ¿cómo hace la SGAE para mantenerse donde está? ¿Qué misteriosa conjunción astral le permite seguir erigiéndose como representante de algo? ¿Representante de qué o de quién? A los únicos que veo jalear las galas y reír los chistes de la SGAE es a un escaso, aunque muy ruidoso, grupúsculo de millonarios autores habituales de las listas de superventas, que parecen además gozar de un amplio predicamento entre la clase política y hasta, en algunos casos, reputaciones dignas de profundos pensadores o intelectuales. Pero son cuatro gatos. Esos artistas que periódicamente aparecen apoyando las tesis de su sindicato son, en realidad, como ese Cid al que sacaban a cabalgar después de muerto para intentar que cundiese el pánico entre el enemigo. Ruidosos, sí. Bravucones hasta el punto de amenazar con la demanda judicial a todo aquel que les mencione o se manifieste en desacuerdo, cuestión sumamente interesante cuando ellos mismos llevan varios años insultando y tildando de ladrones a todo aquel que no está de acuerdo con ellos... pero eso, cuatro gatos.
El mundo está cambiando. Y eso que suena allí al fondo es, simplemente, el creciente e implacable sonido de la inevitabilidad.