La izquierda norteamericana quiere hacer con Trump lo que el Washington Post hizo con Nixon, obligarle a dimitir. Nuevamente, como hicieron con el cese de la fiscal general en funciones, Sally Yates, comparan la dimisión del general Flynn, consejero de Seguridad Nacional de Trump, con las dimisiones que provocó el Watergate. Trump no tiene nada que ver con Nixon. Pero eso no quita para que no sea descartable que se vea obligado a dimitir en un tiempo relativamente breve. No sólo por las trampas en las que lo quieren enredar los demócratas y sus medios de comunicación, sino por las sombras que se ciernen sobre el propio Trump. El caso Flynn es un paradigma de ello.
Sobre el papel, Flynn ha dimitido porque, habiendo conversado con el embajador ruso antes de que Trump tomara posesión, no informó al vicepresidente de que durante la conversación se habló de las sanciones impuestas a Rusia. Es absurdo porque es imposible que Flynn hablara de ellas sin conocimiento de Trump. La dimisión podría tener entonces por objetivo ocultar que Trump estaba al cabo de la calle (y aquí sí habría cierto parecido con el Watergate). No obstante, lo supiera o no el presidente, es insólito que un cargo importante de la Casa Blanca dimita por tan poco. La misma Kellyann Conway, jefa de campaña de Trump, encargada de ir a los talk shows a defender a su jefe, había sostenido pocas horas antes en la NBC que Trump respaldaba a su consejero de Seguridad Nacional. Da toda la impresión de que la dimisión de Flynn es un cortafuegos con el que impedir que se descubra algo mucho más embarazoso.
En el campo demócrata también hay inquietantes preguntas sin respuesta. La conversación de Flynn puede o no considerarse incursa en la Ley Logan, que prohíbe a los ciudadanos norteamericanos negociar cuestiones de política exterior, reservadas exclusivamente al Gobierno. Sin embargo, nadie se hubiera enterado, ni el Washington Post lo hubiera podido publicar, si no fuera porque el teléfono de Flynn estaba pinchado. No vale alegar que el que lo estaba era el del embajador porque la FISA, la ley que regula la vigilancia electrónica, exige ulteriores precauciones cuando los extranjeros espiados contactan con ciudadanos norteamericanos. En Estados Unidos se ha sugerido que la orden vino de la mismísima Sally Yates, que como se ha dicho era la fiscal general en funciones en su día ascendida por Obama. Y lo más inquietante de todo es que, a pesar de haber podido todo ser consecuencia de una maniobra demócrata para desprestigiar a Flynn, la Casa Blanca no ha devuelto el golpe, como es su costumbre. Al contrario, ha obligado a dimitir a Flynn cuando podía haber mantenido al consejero y acusar a los cargos de Obama en el Departamento de Justicia de emplear inadecuadamente los medios de que disponen para combatir las amenazas contra la seguridad de los Estados Unidos. Está claro que hay más, mucho más. Ya veremos si nos enteramos.