Con independencia de cuál haya sido la responsabilidad del Gobierno en las revelaciones del caso Pujol, está comúnmente admitido que su estallido constituye un torpedo bajo la línea de flotación del proceso soberanista. No cabe duda de que para el nacionalismo radical nada ha cambiado. Pero es muy probable que sin el respaldo activo del nacionalismo moderado, ganado para la causa independentista durante los años de crisis, la independencia sea sencillamente imposible. Y ese nacionalismo moderado perdió buena parte de su ilusión en el proyecto cuando le fue desvelado el verdadero rostro de su padre fundador.
Ésta es poco más o menos la narración oficial. Sin embargo, lo que está poniendo al descubierto el caso Pujol no es un pecado original del nacionalismo catalán que le impide aspirar a su natural objetivo último, la independencia. Lo que estamos sabiendo es que el régimen que dio a luz la Transición y que tuteló en primer lugar Felipe González y dijo Aznar que regeneraría es una ciénaga de porquería más profunda que una fosa abisal. Aceptamos un régimen de alternancia que estaba lastrado por la necesidad de tener que completar la mayoría con nacionalistas catalanes cuando alguno de los dos grandes partidos no lograra la mayoría absoluta. Y creímos que el favor se pagaba liberando miles de millones de euros a gastar en su región o cediendo competencias a su gobierno regional. Y así fue y así es, pero hay mucho más. Además, se ha estado permitiendo a las élites políticas catalanistas que gobernaban Cataluña, encabezadas por Pujol, robar a manos llenas el dinero de todos los españoles. Y eso para que Felipe González pudiera politizar la Justicia a gusto y le estuviera permitido saquear los fondos reservados so pretexto de estar combatiendo a una banda terrorista con asesinatos y secuestros. Y para que luego Aznar pudiera consentir que la Justicia siguiera politizada y gobernara ocultando las muchas fechorías de su predecesor.
Responsable de haber empezado a tapar la podredumbre del nacionalismo catalán en su beneficio parlamentario fue desde luego Felipe González. Pero un buen tanto de responsabilidad corresponde igualmente a Aznar, quien, tras ganar las elecciones de 1996 y a la vista de la amenaza de ser sustituido por Gallardón según la propuesta de Polanco, cedió ante Pujol con tal de llegar a La Moncloa, y, aunque hubo cosas que mejoraron, apenas se limpió algún átomo de la mucha mugre que el PSOE había dejado que el sistema acumulara.
Pujol no es que sea el paradigma de lo que ha ocurrido en Cataluña en estos últimos treinta años. Es el paradigma de lo que ha ocurrido en España. Su escandalosa fortuna nos retrata a todos. Porque la Agencia Tributaria no tiene su sede en Barcelona y porque Montoro no era secretario de Estado de Hacienda de la Generalidad. Y ahora tendremos que creer que quienes consintieron durante tanto tiempo lo de Pujol sólo se lo consintieron a él. Y que en lo propio fueron sin embargo escrupulosamente honrados.