Anda el mundo horrorizado con lo que está pasando en el estrecho de Ormuz. Unos resaltan la inequívoca voluntad de Irán de resistir las sanciones norteamericanas entorpeciendo el tráfico de petróleo en el Mar Rojo. Otros ponen el acento en el ardor guerrero del presidente norteamericano. Los incidentes parecen el prólogo de un conflicto armado. Está lejos de ser así.
Para adivinar las intenciones de Trump no hay que fijarse tanto en el agresivo verbo de su asesor de seguridad nacional, John Bolton, o las inflamadas alegaciones de su secretario de Estado, Mike Pompeo. Lo que hay que recordar es cómo el rubicundo presidente trató a Kim Jong-un. Trump quiso con sus habituales gestos amenazadores arrastrar a la mesa de negociación al intratable líder norcoreano. El orondo joven se dejó llevar, le dio al promotor inmobiliario lo que quería, una foto (en realidad, dos), se miraron al soslayo, se fueron y no hubo nada. Trump no rebajó la amenaza que para los intereses norteamericanos supone la capacidad nuclear de Corea del Norte y Kim extrajo una valiosa mejora de imagen en Occidente para su infame régimen comunista. Punto.
Cuando Trump denunció el acuerdo nuclear alcanzado por Obama, tuviera o no razón para hacerlo, no quería tanto revisar el acuerdo y disminuir las oportunidades que Irán tuviera en el futuro de hacerse con armas atómicas, como obligar al régimen de los ayatolás a sentarse nuevamente a la mesa y firmar un nuevo acuerdo que aparentara una mejora para los Estados Unidos en comparación con el que firmaron con Obama. El objetivo no era otro que demostrar, en realidad o apariencia, que Trump protege mejor los intereses norteamericanos de lo que lo hizo su antecesor.
Sin embargo, con los iraníes las cosas no han ido como con Kim. De momento, la ruptura unilateral del acuerdo por parte de los norteamericanos les permite enriquecer uranio por encima de lo acordado. No sólo, sino que, a diferencia de Kim, tienen el respaldo tácito de importantes potencias, los demás firmantes de aquel acuerdo (Gran Bretaña, Francia, Alemania, Rusia y China), que pretenden seguir haciendo negocios con la teocracia persa no obstante infringir ésta el acuerdo bajo el pretexto de que quienes lo incumplieron primero fueron los Estados Unidos.
En tales condiciones, con buenas relaciones con casi todo el mundo, a los ayatolás no les interesa en absoluto hacerse una foto con Trump. Al contrario, mantener un enfrentamiento controlado con la superpotencia les viene bien para el consumo interno. Mientras, es obvio que Trump, incapaz de resolver la crisis en Venezuela, en su patio trasero, mucho menos estará dispuesto a empezar una guerra en el avispero que es Oriente Medio. Si Teherán sabe jugar sus cartas, evita víctimas mortales, y se limita a hacer que el petróleo suba unos dólares por barril, algo que encanta a muchos poderosos, empezando por Arabia Saudí, la cosa quedará en nada. Y Trump se quedará sin foto. Pero, aunque la consiguiera, tampoco el supuesto éxito tendría la mayor relevancia.