En España hay dos clases de dimisión: la que se exige y la que se impone. En la primera, quien tiene la capacidad de destituit demanda la dimisión para no tener que reconocer que se equivocó cuando el nombramiento. En estos casos, los más frecuentes, el dimitido recibe alguna clase de momio en agradecimiento a los servicios prestados. La segunda, mucho más rara, es un último acto de libertad en forma de suicidio político que trata de atraer los focos para denunciar lo mal que hace las cosas la persona a quien se le presenta la dimisión.
¿A cuál de estas dos clases pertenece la de Torres-Dulce? No es fácil por ahora saberlo, porque, al ocupar el afectado un cargo del que no puede ser destituido, no es posible pedirle abiertamente la dimisión. A lo más que puede llegarse es al típico sistema de zanahoria y palo, esto es, ofrecer un cargo apetecible a cambio de la dimisión con la advertencia de que, si no lo hace, cuando cese por ley, no tendrá ese ni ningún otro al que pudiera aspirar, sino el de menor importancia que no haya otro remedio que reconocerle.
Entonces, ¿ha dimitido Torres-Dulce para poner en evidencia las muchas e indebidas presiones que ha recibido o lo ha hecho porque, estando como estaba el Gobierno harto de él, le han ofrecido una salida a un puesto de su satisfacción? No lo sé. De lo que no cabe duda es de que esas indebidas presiones han existido constantemente y que Eduardo Torres-Dulce, en abierto contraste con lo que han hecho sus predecesores y por respeto a su propia dignidad profesional, ha intentado siempre hacer lo que creía correcto. Salvo error u omisión, nadie que haya ocupado su cargo antes que él se había comportado así. El espectáculo llegó a ser tragicómico en los días anteriores y posteriores al 9 de noviembre. Torres-Dulce mantuvo siempre su postura de que, si la convocatoria se consumaba, habría que actuar contra Mas. Antes del 9 de noviembre, Rajoy y Catalá le exigieron hacer la vista gorda. Luego, cuando Mas les hizo una pedorreta, le demandaron que presentara la querella echando virutas para poder ellos salvar la cara y su responsabilidad por no cumplir sus obligaciones como Poder Ejecutivo. Por contra, el fiscal nunca actuó a dictado del Gobierno y presentó la querella en el momento y del modo que creyó desde el principio que tenía que hacerlo.
No sé qué habrá pasado. Lo que sí sé es que quien venga ya sabe qué se espera de él, obediencia ciega para hacer hoy una cosa y mañana la contraria, y que además peche con la responsabilidad de las contradicciones y de las consecuencias. Quisiera creer que les costará encontrar a alguien de peso que quiera asumir tan desairado papel. En cualquier caso, sea quien sea quien acepte el cargo, hacerlo en estas condiciones constituirá un motivo más de deshonra que otra cosa.