Lo único que se entiende de la crisis desencadenada por Pedro Sánchez al cortarle la cabeza a Tomás Gómez es lo que dice Joaquín Leguina, que no se entiende nada. La explicación más aceptada, adelantada por el propio Tomás Gómez, es que Pedro Sánchez tenía la necesidad de afirmar su liderazgo. Tiene pinta de ser efectivamente así. Todos sabemos que, cuando te cambian de colegio a mitad de curso, la única forma de hacerse respetar en el patio es arrearle un guantazo al que esté más a mano. Se supone que entonces la reacción en el resto del PSOE ha de ser la de uy, cuidado con éste, que cuando se enfada sacude unos sopapos de agárrate y no te menees. Es una explicación. Pero quien más y mejor pone en entredicho el liderazgo de Sánchez no es el PSOE de Madrid sino el de Andalucía, y no parece que Susana Díaz esté muy impresionada de ver lo que le ha ocurrido a su homólogo madrileño.
También se ha apuntado que la defenestración podría estar motivada por el temor a que las próximas revelaciones en el caso del tranvía de Parla salpiquen a Tomás Gómez cuando ya no haya tiempo de cambiar de cabeza de lista. No está mal visto, pero si lo que preocupa a Pedro Sánchez es que un candidato suyo pueda verse manchado por la corrupción, por donde hay que empezar a hacer limpieza es en Andalucía, no en Madrid. Porque es allí donde no paran de producirse noticias que asocian al PSOE con la corrupción. Sólo en esta semana hemos tenido las detenciones por los fraudes en los cursos de formación y la petición del Tribunal Supremo a la Guardia Civil de que investigue a Moreno y Zarrías. Si Sánchez quiere liarse a mamporros, allí tiene tajo de sobra antes de tomarla con los desgraciados de Madrid.
También dicen que quien ha estado detrás del biombo conectando el enchufe de la silla eléctrica en la que han sentado a Tomás Gómez ha sido Rubalcaba. Es seguro que Freddy no le habrá perdonado la humillación de vencer a la candidata que apoyó para Madrid desde la secretaría general del partido, Trinidad Jiménez. Pero no tiene sentido haber esperado a vengarse en el peor momento para su partido y una vez que carece de los resortes para poder hacerlo por sí mismo.
Quizá todo se reduzca a una guerra de egos y resulte que, habiendo caído Pedro Sánchez en la vanidad de creerse el secretario general del PSOE, le pidiera a Tomás Gómez la dimisión y éste, muerto de risa, le hiciera una higa del tamaño de un pino y se dedicara a enseñorearse por la Gran Vía gritando "La manga riega, que aquí no llega". Así sería comprensible la arriesgada reacción de Sánchez, al que, tras cometer el error de pedir una dimisión sin autoridad para conseguirla, el sujeto va y no sólo no dimite, sino que además se pitorrea.