Con ocasión del fallecimiento de Valéry Giscard d’Estaing, los medios españoles se llenarán de obituarios donde se recordará su animosidad contra España, su desleal política con la ETA y su oposición a la entrada de nuestro país en lo que hoy es la Unión Europea. Todo eso es cierto, pero debe ser matizado. Para empezar, Giscard no pudo evitar ser francés. Cuando llegó a la presidencia de su país lo hizo tras un largo período de gaullismo en que Francia se empeñó en vivir la ficción de ser nuevamente la gran potencia que un día fue. De Gaulle y Pompidou se embarcaron en la misión de fingirse iguales en poder a los Estados Unidos, mientras a nosotros nos pagaron la protección dada a los terroristas de la OAS por parte del régimen de Franco haciendo lo propio con los de la ETA.
Cuando Franco murió, ni De Gaulle ni Pompidou habrían hecho lo que hizo Giscard, esto es, apadrinar el proceso democrático que Don Juan Carlos se propuso liderar respaldándolo desde el mismo momento de la muerte de Franco. Recuérdese el desayuno en la Zarzuela entre los dos jefes de Estado con el cadáver del dictador todavía caliente. Eso dio al proyecto del rey de España una credibilidad internacional que de otro modo no habría tenido. Luego vino el espaldarazo de Estados Unidos y el famoso discurso en sesión conjunta del Congreso en Washington. Pero el primer aliento fue el del francés. Es verdad que, a Giscard, como buen sucesor de Richelieu, le preocuparon sobre todo los intereses de Francia, pero los interpretó de la mejor manera en beneficio de nuestro país. Pudo haber preferido una España debilitada, hundida nuevamente en un enfrentamiento civil y, sin embargo, eligió avalar la Transición democrática que, con guion de Torcuato Fernández-Miranda, montó Don Juan Carlos. También es cierto que el éxito español sorprendió al galo y que es probable que éste esperara que recorriéramos el camino más lentamente y con más sobresaltos, pero el mérito de su temprano sostén es indiscutible.
En el plano internacional, Giscard colocó a Francia en un espacio más realista que el que ocupó con De Gaulle y Pompidou. Es verdad que recibía a Margaret Thatcher en un salón presidido por un retrato de Napoleón, algo que ésta le devolvió saludándole en Londres flanqueada por Nelson y Wellington, pero ha de recordarse nuevamente que Giscard no podía evitar ser francés. A cambio, recompuso hasta donde se pudo las relaciones con Estados Unidos y ambos países colaboraron poco más o menos amistosamente a partir de entonces en el objetivo de ganar la Guerra Fría.
Por último, se podría hablar de su corrupción. Pero de eso aquí también tenemos a calderadas y, en todo caso, Giscard pertenece a esa saga de políticos corruptos franceses que, como Talleyrand, se enriquecieron defendiendo los intereses de Francia, no traicionándolos. Aquí, en su mayoría, se enriquecen igualmente pero sin consideración a los intereses de España. No es pequeña diferencia.