El intento de asesinato de Sergei Skripal y su hija en Salisbury, una pequeña ciudad de Inglaterra, tiene el sello inconfundible del FSB, el viejo KGB. Mientras escribo, ambos se encuentran en estado muy grave, tras haber sido envenenados con un agente nervioso sin identificar.
Cuando desde Rusia sale la orden de liquidar discretamente a un enemigo del régimen, no suele ser posible concluir que la muerte del disidente sea consecuencia de un asesinato. Borís Berezovsky, por ejemplo, se suicidó ahorcándose en su casa de las afueras de Londres en 2013. Alexander Perepilichny sufrió un ataque al corazón haciendo jogging en 2012, también en el Reino Unido. Pero, si se quiere que no haya lugar al equívoco, el asesinato se lleva a cabo de la forma más indiscreta posible. Es el caso de Alexander Litvinenko, envenenado con polonio en 2006, en Londres.
Si se confirma el empleo contra Skripal y su hija de un sofisticado agente nervioso, no habrá duda alguna acerca de la autoría. Otra cosa es que la responsabilidad pueda ser determinada ante un tribunal. Un informe oficial británico de 2016 concluyó la probable, pero no segura, responsabilidad de los servicios secretos rusos y del mismísimo Putin en la muerte de Litvinenko. Sin una conclusión legal, Gran Bretaña no puede hacer oficialmente nada. Pero, alcanzada la convicción de que el Gobierno ruso atenta regularmente contra la vida de ciudadanos rusos asilados en el Reino Unido, el Gobierno de Su Majestad debería hacer algo.
El caso de Skripal es especialmente sangrante porque este doble agente no huyó a Gran Bretaña. Fue capturado y luego intercambiado por espías rusos desenmascarados en Estados Unidos. Con las reglas de la Guerra Fría, Skripal y su hija seguirían tan frescos y campantes paseando por Salisbury. Conforme a ellas, nada podía hacerse contra un agente intercambiado porque quienes fueron liberados a cambio de él sufrirían las represalias. Ahora, Europa Occidental se ha impuesto una elevadísima moral en materia de relaciones exteriores que no permite pagar con la misma moneda. Pero eso no significa no poder hacer nada. Y, sin embargo, Gran Bretaña no respondió de ninguna de las maneras en las que habría podido hacerlo al asesinato de Litvinenko. Esta indiferencia ha permitido que hechos similares vuelvan a producirse. Si Gran Bretaña hubiera en aquel caso reaccionado con vigor, quizá hoy la hija de Skripal no se estaría debatiendo entre la vida y la muerte.
No será la única razón, pero lo cierto es que, desde que Reino Unido decidió basar toda su riqueza en los servicios financieros que la City presta a cualquier clase de dinero, su Gobierno ha perdido la capacidad de devolver ningún golpe al Gobierno ruso, que controla a las grandes empresas de su país, que a su vez invierten sumas astronómicas en Londres. Y cuando se consume el Brexit será peor.
En cuanto a lo que pasa aquí, no se olvide que en España son muchos los que, por error o interés, quieren que nuestro país estreche relaciones con Rusia. Baste recordar el intento de Lukoil por adueñarse de Repsol. Habrá que estar atento e impedir en el futuro una situación de sometimiento similar a la que sufren los británicos.