La victoria de Biden en las presidenciales norteamericanas fue saludada en toda Europa con júbilo. Desde Finisterre a Salónica, el nuevo presidente fue calificado como el hombre que devolvería los Estados Unidos a la diplomacia internacional, a los buenos modos, a las saludables costumbres, al saber hacer. Al fin se habían terminado los gestos broncos, la diplomacia del tuit, las manifestaciones atolondradas y la negociación de tratados internacionales con los modos propios de una feria de ganado. Bueno, pues ya está aquí Biden y el nuevo boss ha resultado ser tan patán como el anterior. Repasemos los hechos.
Un informe de la oficina del director nacional de inteligencia considera acreditado que tanto Rusia como Irán intentaron influir en las elecciones del 3 de noviembre. Esto no es decir nada. Todos los países del mundo con capacidad para hacerlo tratan de influir en las elecciones norteamericanas. Otra cosa es hacerlo respetando las normas internas del país y la costumbre internacional. Se supone que ésas son las que Rusia e Irán han violado. Sin embargo, de forma bastante inconcreta, el informe dice que se centraron en la desinformación, aunque sin llegar a hackear ninguna red informática como hicieron en 2016 con los servidores del partido demócrata. Todo son medias verdades. La primera es que publicar los correos privados de 2016 puede ser todo lo delictivo que se quiera, pero no es desinformación porque los correos que le sacaron los colores a Clinton eran auténticos. Si eso fue lo que hizo perder las elecciones a la secretaria de Estado de Obama, no hicieron más que revelar a los electores lo que Hillary realmente es. La segunda es pasar de puntillas por el muy relevante hecho de que, si es verdad que Rusia quiso favorecer a Trump, no lo es menos que Irán pretendió ayudar a Biden. Y, por último, nada se dice de que Rusia pudo estar interesada en que el nuevo presidente perdiera, no tanto por ser el candidato demócrata como por los negocios de su hijo en Ucrania, que datan de la época en que era vicepresidente de los Estados Unidos de América.
Con ocasión de la publicación del informe y en una entrevista televisiva, a una pregunta del entrevistador, Biden se permitió decir que sí, que tenía a Putin como un asesino. El ruso es un mandatario extranjero todo lo despreciable que se quiera, pero es el presidente de una nación independiente reconocida como tal por la ONU. Si Putin es, como dice Biden, un asesino, ¿por qué no lo incluye el presidente en la lista de cargos rusos sancionados a raíz del caso Navalni? ¿Y por qué no atribuye la misma condición a Alí Jamenei, líder supremo de Irán, que tiene tantos o más méritos que Putin para ser tachado de asesino y el informe atribuye a su país el mismo delito que a Rusia, sólo que en beneficio de Biden en vez del de los Trump?
Pero Biden es demócrata y tiene el respaldo de toda la izquierda occidental, y su poco diplomático gesto ha sido recibido con alabanzas desde la propia derecha europea o, en el mejor de los casos, con un piadoso silencio. Un jefe de Estado no insulta a otro jefe de Estado. Esto es de primaria de relaciones internacionales. No se trata de tolerar la inmoralidad, sino de hacer esas relaciones mínimamente viables. Por otra parte, puestos a buscar asesinos, tanto Obama como Trump podrían con facilidad ser acusados de tales por mucho que sus acciones puedan justificarse moralmente de un modo o de otro. Ya verán cómo el fariseo de Biden se calla como un gallina cuando le hagan la misma pregunta, no sólo en cuanto a Jamenei, sino respecto a otros, como Xi Jinping, Maduro o Díaz-Canel. Los modos de Trump fueron ásperos, pero los de Biden no son menos bastos. Y que en Occidente se abomine de los del primero y se alaben los del segundo da idea del sectarismo izquierdista en el que vivimos.