Me gustaría equivocarme, porque no siempre es buena en política la ley de los desesperados: cuanto peor, mejor. Sin embargo, parece inevitable en el destino de España, es decir, en el actual curso desordenado de sus cosas, que la desaparición de un sistema yerto aunque insepulto se produzca por la lenta degradación de las funciones vitales en lo que un día fue -o creímos que era- cuerpo constitucional vivo; pero que hace ya tiempo que es sólo cáscara vacía, dolor sin esperanza y sin ilusión de cura o de milagro. El momento clave del fin del régimen constitucional español llega cuando la Oposición a la liquidación nacional se rinde a los liquidadores, es decir, cuando el PP se rinde ante el PSOE porque no puede, no quiere, no sabe o no le conviene seguir resistiendo. No es que previamente no hubiera renunciado ya a muchas cosas: la más importante, desde el principio, es la igualdad de derechos (primero lingüísticos, luego todos) de los españoles. Sin embargo, al menos su discurso político parecía mantener dos ideas: la legitimidad de la Nación española como fuente única de toda legalidad y la libertad de los ciudadanos garantizada en igualdad ante la Ley.
Hoy ni los ciudadanos son iguales ante la ley, ni tiene garantías su libertad, ni tenemos, en consecuencia, Estado de Derecho, ni hay posibilidad de apelar a la legitimidad de la Nación para restaurar o reformar el Estado. No estamos en un proceso revolucionario o constituyente, sino arteramente anticonstituyente, que desmonta por la sucia vía de los hechos consumados el Estado de Derecho que diseñaba la Constitución de 1978, refrendada por una amplísima mayoría del pueblo español, titular único de su soberanía. No asistimos al cambio de un régimen por otro, sino a la demolición del Estado previa destrucción de la soberanía popular y la legitimidad nacional. Y siendo esto gravísimo, hay algo todavía peor: no existe proyecto alguno para España, salvo el de ir encadenando Presupuestos y Elecciones como si no pasara nada. Más vil: sabiendo que pasa y proclamando que no pasa. Estas circunstancias, denunciadas por el principal partido de la Oposición, podrían haber desembocado en la esperanza y la posibilidad de volver a la letra y al espíritu del régimen constitucional si el PP ganaba las elecciones. Era el espíritu que alentaba el recurso contra el Estatuto de Cataluña, para el que recogió más de cuatro millones de firmas. Pues bien, eso es lo que, en el espíritu desalmado de estos tiempos, ha desaparecido también en el PP. Y lo hace sin avisar, rectificar o explicarse ante la ciudadanía, y muy en especial ante los diez millones que votaron al PP de Rajoy hace un año.
Desde entonces, Rajoy ha traicionado su programa electoral y, por tanto, a sus votantes. Y lo ha hecho sin dar oportunidad democrática de votar a los militantes y orquestando un congreso "búlgaro" en Valencia para seguir en el cargo a cualquier precio. Y el precio ha sido altísimo. Ha dado la espalda a Zaplana y Acebes, triturados ferozmente durante cuatro años por el PSOE como símbolos del PP, diciendo que "se presentaría con su propio equipo", negando de paso cualquier relación con Aznar, justo el que lo nombró. Ha echado del PP, previa campaña de demolición orquestada desde Génova 13, a María San Gil. Ha despreciado en el parlamento a cualquiera ligado o identificable con Aznar, empezando por Pizarro, su número 2 por Madrid.
Se ha identificado hasta extremos risibles con Gallardón, al que negó previamente ese número 2, para tener el mismo trato de favor de PRISA que el alcalde de Madrid. Impidió que hubiera alternativas a su candidatura de Valencia con un sistema de compromisarios que era una burla a la democracia y un canto al caciquismo. Se apoyó en Arenas y Camps al precio que Gallardón y PRISA le pedían, que era doble: en primer lugar, atacar a los medios que más le habían apoyado hasta la voltereta búlgara, El Mundo y la COPE (donde presionó a través del pío Jorge Fernández para lograr la salida de los periodistas críticos con él) por decirle, supuestamente lo que debía hacer; pero, en segundo lugar, él sí hizo lo que mandaban Cebrián y Gallardón, que era romper con Esperanza Aguirre. Así lo hizo en el discurso de Elche tras la farsa búlgara, cuando retó a irse "al Partido Liberal o al Partido Conservador" al que no quisiera seguir el nuevo guión político del PP, "moderado" y "centrista", o sea, el de PRISA y Gallardón. También a satisfacción de ambos se cargó a Sirera en el PP catalán para romper la línea de confrontación con los nacionalistas, plasmada en el recurso al Constitucional contra el Estatuto. Y lo sustituyó por Sánchez Camacho en una grotesca operación que estuvo a punto de lograr, de rebote, la victoria de Nebrera, que ha acabado yéndose del PP.
Estalló el Caso Gurtel, y Rajoy mantuvo al implicadísimo Bárcenas, como tesorero del PP. Tras negar toda evidencia, hizo también bandera del apoyo a Camps en las elecciones europeas (Mayor lo proclamó el hombre "más honrado de Valencia y de España") y todavía en Septiembre montó otro mitin gigantesco y una paella multitudinaria para identificarse con el PP de la Comunidad Valenciana. Mientras respaldaba a los afectados por Gurtel, Rajoy –con el explícito y habitual apoyo de Gallardón– apoyaba un grotesco montaje de El País contra Esperanza Aguirre y llegaba a abrirle expediente, que archivó sólo cuando El Mundo demostró las falsedades del supuesto espionaje contra el gallardonismo, al que ha vuelto Cobordón.
Cambió el clima gurteliano y cambió Rajoy. Dejó de apoyar a Camps pese a haberlo pactado en el indiscreto almuerzo del Parador de Alarcón, en la línea exhibicionista del mitin-paella. Se proclamó engañado por Camps y acabó echando al secretario general, Ricardo Costa, al que por otra parte reconocía su honradez y no imputaba delito alguno. Pero el PP valenciano se negó a respaldar la defenestración y no firmó su cese como secretario general. El pasado lunes, último de octubre, Gallardón, aunque con fotos de archivo de su "esclavo moral" Cobo, cargó de forma soez contra Aguirre por no mantener a Blesa o poner en Cajamadrid a Ignacio González, nada afecto a PRISA, que debe a la caja 750 millones de euros de los 3.000 que hacen imposible su supervivencia (el grupo vale 2.000 y debe 5.000). Rato, aunque alineado con Esperanza frente a Gallardón, siempre fue devoto de PRISA, como demostró en el clamoroso incumplimiento de la sentencia del Supremo contra el "antenicidio" a cambio del apoyo para suceder a Aznar.
Rajoy y Cospedal apenas disimulaban su apoyo a Cobo y Gallardón (que respaldó públicamente los insultos –"vómito", "gestapillo"– contra Aguirre) escudándose en un supuesto reglamento de garantías del PP, pero provocando que 107 de los 110 alcaldes de Madrid apoyaran públicamente a su presidenta y pidieran la expulsión de Cobo, cosa que estuvo a punto de suceder en el propio Ayuntamiento de Gallardón. Que, por cierto, salvó a Cobo con una votación "a mano alzada" y ante él mismo, una fórmula que hubiera resultado groseramente antidemocrática en la mismísima Bulgaria. Tuvo entonces la ocurrencia Ricardo Costa de hablar como lo que era y es legalmente: secretario general del PP de Valencia, pidiendo muy respetuosamente que le dijeran de qué se le acusaba. A los pocos minutos era suspendido de militancia, mientras Cospedal proclamaba sus palabras mucho más lesivas para el partido que las de Cobo y Gallardón. Y tras la alcaldada, anuncia ahora Rajoy un discurso "muy duro" para el martes. Será duro, pero nada nuevo: ya lo oímos en Elche. Todo indica que Rajoy prepara el II congreso de Valencia, pero esta vez quiere que la capital de Bulgaria sea Madrid. Veremos. Madrid es Madrid y hasta el rabo todo es toro.