Durante la Segunda Guerra Mundial, Simenon estuvo a cargo de los refugiados belgas en La Rochelle y su comarca. La significación política de su tarea estaba tan poco clara que en 1945 se fue a vivir a Estados Unidos. Sin embargo, en aquella comarca había vivido Simenon y allí se construyó un barco, si bien, como todas sus aficiones, la del mar no fue eterna. Pero su relación con La Rochelle, la puerta más hermosa del Atlántico, era tan intensa que no es raro que recibiera aquel delicado encargo y que la ciudad aparezca continuamente en sus novelas. En la rareza africana de "Un coup de lune" (Presses de la Cité. 1975) el personaje principal, que se ve en las últimas, dice, melancólico: "Jamais il n´irait à La Rochelle, passer les heures avec des amis, a la terrasse du Café de la Paix". ¿Habla el pobre diablo de Libreville o el Simenon que echa de menos el Café de la Paix?
Este verano, en una tarde perfecta de final de agosto, entré en ese Café de la Paix, en la Plaza de Verdun, el centro de La Rochelle. No he visto en Europa, ni siquiera en Venecia, algo comparable. Cierto es que el público ralea, que los camareros se aburren y el servicio no es como en Madrid; pero, a cambio, uno puede visitar la magnificencia de lastoilettes y, de camino, entre mesas de mármol pulcramente vacías, tropezarse con una gran foto de Simenon sentado, entre dos mujeres, quizás en la misma mesa que preside.
El escritor muestra en la foto esa mirada inquietante, corrosivamente bizca, de observador caníbal y depredador sexual. Está posado como un halcón, no reposando el último café a orillas del penúltimo calvados, como Maigret en vacaciones, cuando no debe padecer las aguas de Vichy. Más que en su casa, Simenon está en su nido, acechando la presa futura cuando aún palpita la presente. Se le ve poderoso, temible, a gusto consigo mismo, feliz en esa ciudad desde la que parece que vaya a echar a volar, a cazar.
Cuando Simenon vivió en Nieul-sur-mer, cerca de La Rochelle, diseñando barcos y gabarras, era cliente fijo del Café de la Paix. En él presentó una de sus novelas, en 1934, y la ciudad fue escenario de dos películas basadas en obras suyas: "La sang à la tête", con Jean Gabin; y "Le bateau d´Emile", con Lino Ventura y Annie Girardot. El café tuvo muchas encarnaciones: nació viejo casino militar, luego se rebautizó pacifista y se adornó a gusto; después fue el primer cine de la ciudad, el Olympia; y al cabo se partió en tres minicines y el Café. Es uno de tantos lugares de La Rochelle que parece estar esperando una cámara.
Además de los films simenonianos, en la base nazi de submarinos de La Palice rodó Spielberg En busca del arca perdida. En la isla de Ré, unida a la ciudad por un puente, se rodó parte de "El día más largo". Ahora se acaba de exhumar, intacto, un gran bunker nazi, creado para albergar la oficialidad naval de Hitler, que puede visitarse como museo. Las sillas, los jergones, las pinturas de las paredes son de verdad. Escalofríos da. Flota en toda la ciudad una extraña densidad histórica, un halo de gloria y violencia. En el siglo XIV, allí destrozó la flota de Castilla, aliada de Francia, la flota inglesa. Convertida en capital del protestantismo francés, Richelieu la tomó y arrasó tras larguísimo cerco. Fue la última ciudad que los nazis rindieron a los americanos y por sus viejas rúas paseó De Gaulle la victoria que otros le consiguieron. ¿Cómo no iba a fascinar todo eso al turbulento Simenon?
El cliente, un gargantúa del sexo y un pantagruel del alcohol, es el personaje principal, nadie podría llamarle héroe, de la novela de Simenon. Se ha hecho rico trabajando duramente, sin horas ni distancias, cogiendo, comprando, transportando y vendiendo mejillones para los moules frites, el plato favorito de la comarca. Pero siendo un hombre nacido en el barro, no mira nunca al mar. Su vida no se asoma al océano enmarcado entre las dos torres que custodian el puerto, ni a la Linterna que antaño guardaba una de las puertas de la muralla medieval. Él va con su camión, bajo la lluvia, por los pueblos de la costa hasta Rochefort, o por los embarrados caminos del interior hasta Niort, donde ni mira la torre enigmática y ciega del Donjon. Al acabar su viaje y cobrar, con el grueso fajo de billetes en el bolsillo, no se asoma al mar. Entra en los bares de siempre, pide lo de siempre y acaba subiendo, como siempre, con champán y unas fulanas vagamente inéditas, al cuarto de esa madame con la que se entiende desde hace muchos años.
Esto retrata al personaje pero, sobre todo, retrata a Simenon. Lo que menos le importa es mostrar la soledad del hombre ante el océano o la epopeya de grisura que se amontona en su vida sin llenarla. El hombre de La Rochelle, el hombre Simenon, no ve lo trágico de vivir en una falta de horizonte que, aun teniéndolo delante. se niega a contemplar. La historia de esta novela y de casi todas las duras es que en lo oscuro, surge de golpe el fogonazo fatal del sexo, la bala de plata de la avaricia de otro más pobre, aún más triste, más desesperanzado. Por lo general, una mujer que calla.
El final de "Le riche homme" es quizás el más sorprendente que he leído en una novela de este género. Pero, ¿de qué género son estas novelas? Simple, que no sencillamente, del género Simenon. Un género complicado.
La liteartura de Simenon se erige siempre a partir de una descripción lírica y desolada de lo que hoy llamamos la escena del crimen. Para los detectives modernos, con todo el arsenal que la ciencia proporciona a la investigación forense, el centro del crimen es el cadáver. Para Simenon, no. El cadáver es un personaje más, no tan mudo como parece, que ocupa el centro de un cuadro sombrío, el de la vida cotidiana de algún lugar de Francia. EsLa lección de anatomía, de Rembrandt, bajo una luz de gas. Por supuesto, entre tantas novelas suyas, hay crímenes en Bélgica, Nueva York o Libreville, capital de Gabón, pero la auténtica fuente de inspiración de Simenon es eso que en passant suele llamarse la Francia profunda. No la que, en la Comédie de Balzac, va a París y a por todas (en la literatura popular francesa, Rastignac triunfa como D´Artagnan), sino la que se queda en su terrón, a lo suyo, ajena y pendiente de la Ciudad Luz, ese escaparate de la nación vecina que, sin embargo, no puede resumirla ni sustituirla. Francia explica a París; París no explica a Francia.
Y ese extranjero íntimo que es Simenon lo capta como nadie, porque llegó con la misma extrañeza a la niebla de los canales y a las luces de los faubourgs, a la aldea y a la prefectura, a la calle y a las covachuelas del Estado. Pero, ojo, al indagar en el misterio, banal y trágico, del humano Caín está más a gusto en una pintura flamenca que en un fresco de David, en el resol de una tarde de Cézanne que ante las hermosas alas descabezadas del Louvre.
Concarneau, en la Bretaña, es el escenario del caso del perro que, en mi opinión, está bien llamar amarillo. Porque canelo, color de perro, encaja armoniosamente en el paisaje de esos días que nacen con la luz apagada, es una variante ocre en un paisaje de matices sombríos. El amarillo es, en cambio, una descarga eléctrica, casi surrealista, en el anochecer de ese pueblo cuyas únicas luces son las ventanas semivivas del hotel-bar en que la derrota provinciana entretiene vanidades, humillaciones y secretos.
Literariamente, lo mejor de Simenon está en esas noches solitarias de Maigret paseando por las calles desiertas de Cocarneau y asomándose de vez en cuando a esas luces de los billares que llevan la noche y la muerte dentro. Lo genial está, sin embargo, en convertir a un perro absurdo en la pista de todas las miserias, de los amores ocultos, las prisiones pasadas y las penas por venir. Por no haber, en esta novela casi no hay muertos, pero nunca Maigret se ha parecido menos a la caricatura de Maigret en la que no pocas veces se recrea Simenon, naturalmente al servicio de sus lectores.
Las señoritas de Concarneau son dos solteronas con posibles -a la pequeña escala de un pueblo bretón a orillas del Atlántico- que tienen un hermano soltero que es su hombre y una hermana casada que es su envidia. Lo que temen, a medida que su hermano se hace mayor y sigue sin salir de casa, es que caiga en manos de una cualquiera, o simplemente de alguna, arruinando el negocio y la rutina familiar, oficiada a diario en el desayuno. Todo se desarrolla como mandan los cánones, es decir, que acaba mal o, simplemente, como tiene que acabar. Pero la descripción del hermano solo y la angustia de las hermanas solas, en ese ambiente de trabajo y ahorro, de cuentas demasiado claras, es como una lluvia helada que va empapando al lector por dentro y lo lleva, casi sin sentir, a la barbacana de la melancolía.
(Esta semana LD, III y última parte: "París y otras afueras de Simenon")
* Las obras traducidas de Simenon pueden encontrarse en Acantilado y Tusquets.