Me encanta la Feria de Otoño en Las Ventas. No sé si me gusta el Otoño por ser Las Ventas o las Ventas por ser Otoño, pero siempre me ha cautivado el aire de despedida, la pasión de los toreros pobres, los cinqueños aburridos en los corrales, la pereza de los Presidentes, las orejas de regalo y el público de lotería. Me gusta el resol en el reloj, la luz lenta y fresca sobre las banderas, los huecos en los tendidos de sol, el viento suave y las nubes leves. He escrito más de una vez sobre el otoño venteño, fenómeno amable y modesto, acontecimiento rudo y melancólico que no sé si tiene que ver con los toros, pero sí que tiene mucho que ver con la afición.
Sin embargo, en tantos años de ver toros y cosas raras, a veces rarísimas, en Las Ventas no recuerdo un caso como el del triunfo de Juan Mora este sábado. Entre los que siguen y saben del planeta taurino, incondicionales del torero aparte, la pregunta era por qué había vuelto a su edad, cercanos los cincuenta, y, puesto a volver, por qué en Madrid, donde un resbalón tardío acarrea la ruina irrevocable. Si digo que nadie esperaba nada o casi nada de ese buen torero sin relumbrón que ha sido Juan Mora, me quedo corto. Lo único que esperaban los buenos aficionados es que no saliera herido de algún alarde con un toro peligroso y que no se jugara el año que viene a cara o quirófano. Llevaba tiempo sin torear. Ni estaba ni se le esperaba. Y en Las Ventas se notan mucho la forma física y la forma anímica. Si además los toros son cinqueños y de seiscientos quilos, ni el público dominguero garantizaba una tarde sin sobresaltos. La presencia de Díaz y Morenito de Aranda eran los réditos de las orejas de San Isidro a los toreros humildes en semanas malas pero tampoco inducía al entusiasmo. Sin la luz de Octubre, una corrida para ahorrársela.
Pero así es la Fiesta: imprevisible hasta en Otoño, donde suelen esperarnos tardes hermosas y faenas penosas. Era el primer toro de Juan Mora un buen mozo de malas costumbres, mansurrón, tardón, feotón, tontilón por la derecha –su hermano segundo pareció burriciego- y malintencionado por todas partes. Con el capote estuvo delicadamente elusivo, emotivamente aseado, dignamente sin importancia. Lo cambió con un picotazo malo y como era fiera gigantona, temimos una lidia aperreada, con sustos como el de un banderillero de su cuadrilla trompiconado por el torrealta y conducido a la enfermería a los diez minutos de empezar la cosa.
Acertó Mora con el cambio, porque el toraco vino a menos y no a más, pero seguía igual de manso y desagradable cuando, de pronto, le puso la muleta y, como mutando de naturaleza, embistió suave, pero transmitiendo aún el peligro anterior. Se estiró muy bien Mora, desmayando la muleta como gusta en Madrid y en donde sepan de toros, pero lo asombroso es que por el izquierdo aún fue mejor y vimos dos tandas de naturales como probablemente no había dado el maestro en su vida.
Hasta ahí el otoño. El de la vida, el de los toreros que se hacen viejos y el que cada año termina en la Feria del Pilar. Pero entonces sucedió algo que debería pasar siempre y no pasa nunca. Apenas terminada una tanda soberbia, Juan Mora se fue tras la espada como Cristiano Ronaldo con el tomahawk. No cuadró al toro y entró matar. Simplemente, fue a por él y lo mató. El toro, generoso en su testamento, tuvo el detalle de morirse rápidamente y la plaza, feliz y sorprendida, enloqueció de puntualidad. El problema habitual de los toros es el aburrimiento, la pérdida de tiempo, la lentitud en los trámites y lo demorado de las suertes, incluida la que por definición debería ser fulminante: la suprema. Mora lleva –no es el único- siempre el estoque de verdad, pero lo usó como debe hacerse, sin perder un segundo, ni de tiempo ni de emoción. Las dos tandas y media tardías y, sobre todo, la rauda estocada merecían la oreja. Luego, el público findero y un presidente de la RENFE, devoto del reloj, le regalaron la segunda. Y en el cuarto, aunque no dio tanda completa y la estocada fue peor, la tercera, porque también mató sin protocolo, puntualísimo, y porque no hay dos sin tres. Y porque es Otoño. Enseguida se fue el sol.