Ha querido el destino que Letizia Ortiz, princesa de Asturias, cumpla los 40 años, parteluz y parteaguas de la vida, la misma semana en que España ha iniciado su desguace con la anunciada secesión de Cataluña. Como casi siempre en la periodista asturiana, tan española en sus gracias y desgracias, resulta conmovedora esa forma puntualísima de llegar tarde. Pero el álbum de fotos del aniversario la muestra como centro indiscutible de su familia y puntal de una Corona caediza. No es que el príncipe se deje mandar por esta marimandona sino que, ya que se empeña... Total, no hace mal a nadie.
Algunos critican que las fotos entregadas a todos los medios –por una vez, no usufructuadas por la secta destructiva PRISA, en la que trabajó y sigue abducida Letizia- parecen un reportaje del ¡Hola! ¿Y qué quieren? ¿Que como casi toda la Familia Real parezcan personajes de El Caso? ¿Puede una monarquía constitucional moderna sobrevivir en la opinión pública como huéspedes fijos en la sección de Tribunales y no en la de Sociedad, sea en la tele, la radio, internet o el papel couché? Indiscutiblemente, no. Ahora bien, ¿puede la monarquía española sobrevivir a la desmembración de España? En buena lógica, tampoco. Salvo, quizás, si los príncipes se reinventaran como la negación del Rey y encabezaran la reinvención nacional. Pero de eso no parece capaz el príncipe y si Letizia lo sueña, no se atreverá. Por eso su destino, siendo afortunado, resulta azaroso y triste: porque esta España es una pena.
Hace veinte años, en los Juegos Olímpicos de Barcelona, un Felipe recién salido de la adolescencia desfiló con la bandera española al frente de nuestra selección olímpica. La infanta Elena, emotiva y limitada, lloraba de emoción al verlo tan guapo. Toda la España que quería serlo quedó encantada con aquel chico tan alto, tan alegre, que llevaba la bandera con facilidad de deportista y confianza de propietario. Pero aquella luz completa, mediterránea, ocultaba el Sol de Breda, la fatalidad de todos los ocasos. La víspera de aquella inauguración, otro hereu, el de una dinastía trapisondista que se había enseñoreado de Cataluña y pastoreaba a distancia la Zarzuela, sacaba en el maletero de un coche oficial de la Generalidad que presidía su papá una pancarta con el lema "Freedom for Catalonia", que exhibieron en las narices del Rey, pitado y abucheado por los hijos de sus acompañantes en el palco. De aquellos pitos, estas flautas. De aquellos polvos, estos lodos. La riada que no se quiso encauzar se ha desbordado esta semana, anegándolo todo: bienes, aperos, títulos, legitimidades, labrantíos y coronas.
Pero en 1992, al cumplirse los quinientos años del descubrimiento del Nuevo Mundo, Letizia no era distinta de cualquier otra veinteañera española. Ni siquiera había llegado a América. Tampoco se había casado, ni divorciado, ni comenzado su carrera en la televisión, ni nada. ¿Quién recuerda aquella belleza acelerada? Nadie ha querido hacerlo. Y la que menos interés tendrá es esta mujer que hoy cumple los cuarenta y nos regala unas imágenes que nadie, ni ella misma, pudo soñar: hermosa, poderosa, en un lujoso chalé, con dos preciosas niñas y casada con el heredero de la Corona de España. A su lado, lo de Cenicienta es una broma austrohúngara o monegasca.
Hay dos dones enigmáticos en aquellos a los que el destino parece sonreír: el talento, a veces genio, y la popularidad, capricho de la vulgaridad. Y en estas fotos de Letizia que, hoy por hoy, son su único trono, sobrevuelan ambos confundidos, el del espíritu y el del barro. Vale la pena comentar las imágenes una a una, en el orden que, por alguna razón, ella misma ha elegido.