El problema de fondo al que se enfrenta el PP en esta legislatura no es el de cambiar a Mariano para que siga Rajoy, ni el de cambiar a los asesores para que siga Arriola, como siempre. La gran cuestión, de la que nadie habla, es asumir el cambio de régimen que está a punto de ser perpetrado por Zapatero a través de estatutos de autonomía como el de Cataluña, implícita y explícitamente incompatibles con la Constitución. El PP tiene que decidir si se suma, se opone poquito o se opone del todo a ese cambio ilegal de régimen que muy probablemente legalizará pronto el Tribunal Constitucional a cuenta del Estatuto de Cataluña. Y hacerlo –o no– desde todas sus plataformas de Poder, sean regionales o municipales, en el Gobierno o en la oposición. Sin excepción alguna.
Dicho de otro modo: ¿cuál es el modelo de España que va a defender de verdad el PP en esta legislatura? ¿El de la "cláusula Camps" o el de la resistencia constitucional de Aguirre? No me refiero al que Rajoy dice que defiende, sino al que realmente va a defender su partido en todos los procesos estatutarios que, a imagen y semejanza del de Cataluña, irán perpetrándose (porque a mi juicio son un verdadero delito, el de lesa patria, cometido a espaldas de los ciudadanos, sin acudir a los medios de reforma constitucional que existen y sí serían legítimos) durante esta legislatura que, paradojas de la política, termina en 2012, a los doscientos años justos de nuestra primera constitución, la de Cádiz. La que proclamaba que todos los ciudadanos éramos libres e iguales ante la Ley. Hasta que llegó Zapatero y, en homenaje a Tigrekán I, se la cargó.
El PP tiene razones para oponerse al cambio ilegal e ilegítimo de régimen y también para asumirlo sin demasiado desgaste. Lo que no puede hacer es una cosa y la contraria. Y hasta ahora, sólo la Comunidad de Madrid, sin duda por el proyecto nacional de Esperanza Aguirre que es el de la mayoría de los votantes y militantes del partido, pero no de los dirigentes, se ha opuesto con los hechos a la disgregación de España a través de las diecisiete taifas autonómicas. Puede decirse que es inútil o contraproducente oponerse a un proyecto que en realidad ya está en marcha y que, en definitiva, supone el desarrollo natural del Estado de las Autonomías. Es discutible pero resulta coherente.
También puede decirse lo contrario: que todo lo que sea avanzar en la disgregación es letal para la nación, para "esta gran nación llamada España", como les gusta decir a los líderes del PP. Lo que no puede o no debería hacerse es defender de boquilla a la nación mientras se desmantela y reparte el Estado entre las autonomías, sobre todo en ámbitos como la Educación y la Justicia que liquidan la igualdad de los ciudadanos ante la Ley. Los estatutos de Valencia y Andalucía fueron concesiones perezosas de Rajoy a los poderes regionales del partido, concretamente a Camps y Arenas. Pan para ayer y hambre de claridad para mañana, que ya es hoy. Este es el gran debate, en el PP y en toda España. Lo demás, son fulanismos sin trascendencia.