Si alguien no tiene aborrecimiento por la política española, está de enhorabuena, porque hace mucho tiempo que no se veían venir momentos de tanta trascendencia. Si, encima, el aficionado a la política es nacido o crecido en Barcelona, razón de más para no moverse de allí, porque el acelerón del proceso de independencia catalana convoca, en un sentido o en otro, a todas las vocaciones políticas de aquella tumultuosa cosa. A ningún político en su sano juicio o con un mínimo sentido ético de la vida pública se le ocurriría dejar su escaño por Barcelona en el Parlamento Español en esta hora convulsa de nuestra historia. Y a nadie que pretenda presidir el Gobierno de España se le ocurriría abandonarla, por esas mismas razones, corregidas y aumentadas.
A nadie, excepto a Carmen, Carme o Karma Chacón o Txacón. Y mucho menos para ir -dicen- a dar clases en Miami. ¿Irá a aprender español en la Calle 8, aprovechando que su marido es perito en Cuba, o enseñará esa jerga entre el lolailo y el cajún que utiliza la casta política cataláunica? Ardo en deseos de saber dónde vivirá y dónde educará a su criatura, porque en el futuro de los hijos se dibuja el pasado y el presente de los padres. Pero lo que me preocupa de esta señora a la que España no le preocupa nada, hasta el punto de desertar cuando se supone que más falta hace, es qué pensarán en Quebec. Porque allí es donde se graduó de nacionalista Carme, antes de volverse carmencita por un día en un pueblo almeriense del que un día salieron sus abuelos para labrar, esforzados, la naciente Cataluña y la muriente España. ¡Y ahora va la nieta y se larga! ¡Y a la ciudad con más exiliados del mundo! ¡Y dice que no deja la política y que volverá el año que viene!
¡Pero cuánta cobardía y cuánta, cuantísima mamarrachada!