Lo más chocante de la conferencia de prensa del hotel Hurdal, en la periferia de Oslo, fue el nuevo intento de las FARC, por boca de Iván Márquez, de borrar con unas frases destempladas la cadena interminable de atrocidades que han cometido contra Colombia y los colombianos en los últimos cincuenta años.
Al adoptar la mentira como sistema de diálogo, en el acto que se supone abría la fase destinada a llegar a un "acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera", las FARC mostraron su verdadero rostro y dijeron que estaban allí, en realidad, para golpear una vez más a sus víctimas, para burlarse del Gobierno colombiano y de quienes las creen, en nuestro país y en el extranjero, capaces de emprender una negociación seria.
Por fortuna, el jefe de la delegación gubernamental tuvo la entereza de restablecer la agenda de ese escenario que el vocero provocador de las FARC trató de cambiar. Humberto de la Calle Lombana, al subrayar que sí había unos imponderables, unos puntos no negociables –la propiedad privada, el modelo económico, la inversión extranjera, la política de defensa, la acción de las Fuerzas Armadas, el ordenamiento territorial–, y que la negociación en La Habana versaría únicamente sobre los cinco puntos firmados por plenipotenciarios de ambos bandos, delimitó en buena hora los alcances del proceso. El exvicepresidente colombiano advirtió, además, de que las FARC tendrán que "darle la cara a las víctimas". Su gesto firme y oportuno debe ser saludado, pues puso fin al silencio, tan desesperante, que había guardado el Gobierno sobre esos aspectos cruciales de la nueva negociación de paz.
Falta ver hasta dónde será consecuente y lógica la delegación gubernamental con lo dicho por Humberto de la Calle, pues en Cuba los hombres de las FARC intentarán de nuevo romper la agenda y desviar el curso de los diálogos. En todo caso, la diatriba de Iván Márquez en Oslo aisló más a las FARC: fue rechazada por las mayorías colombianas, reflejadas en las críticas del presidente Santos, de los expresidentes Uribe y Gaviria, de los empresarios, de decenas de columnistas y de los mejores diarios del país. Un solo ejemplo: El Colombiano dijo algo excelente:
La mayor transnacional del crimen de América Latina, el mayor cartel de drogas del hemisferio occidental, quiere la crucifixión de las "multinacionales" que invierten lícitamente en Colombia y derivan su patrimonio de algo tal vez desconocido para los jefes guerrilleros que se lucran del narcotráfico: el trabajo esforzado en la producción de bienes y servicios legítimos.
Como Márquez también insultó a los periodistas, exceptuando a los "comunicadores alternativos" –los comparsas mediáticos de esa banda–, el diario antioqueño respondió:
A los medios de comunicación de Colombia, que en un entorno difícil y violento han –hemos– defendido a capa y espada la democracia, la discusión pluralista y la libertad de ideas y pensamiento, nos gradúan de "inicuos". Viniendo el epíteto de quien viene, puede constituir un honor.
La crítica del sistema colombiano que hizo Márquez fue la repetición de las imposturas inventadas por Gilberto Vieira en los años 1950 para justificar la acción criminal de Tirofijo, Jacobo Arenas, Raúl Reyes y demás: que las FARC tienen un origen "social" y que su patente para matar y destruir emana de que son "agentes del cambio" y de un "porvenir radiante": el comunismo. ¿Quién puede creer hoy en semejantes sornetas? El origen de las FARC fue únicamente político, y su balance reformista es nulo. Y el comunismo, el régimen de la infamia total, frenó el desarrollo humano, es responsable de uno de los mayores genocidios de la historia, llevó a la miseria a continentes enteros y arrancó la vida, en sólo Europa y Asia, a más de 80 millones de personas. Los lugares que primero sufrieron esa catástrofe, Rusia, China y Europa del Este, abandonaron el comunismo. Las FARC creen que los equivocados son esos pueblos, y no ellas. Por eso fueron a Oslo a amenazar a sus interlocutores con el cuento de que no habrá paz mientras no se cumpla su programa.
Resulta preocupante que aberraciones tales como eliminar la propiedad privada de la tierra, demoler la agroindustria, la ganadería y la minería, como pretende Iván Márquez, tengan todavía eco en algunos núcleos de opinión. Esa idea aparece de manera asombrosa, aunque en lenguaje cifrado, en un texto del 14 de octubre firmado por 250 individuos, casi todos miembros del PCC, del Polo Democrático y del Partido Progresista, en el que exigen "reformas substanciales" como condición para que haya paz, y hasta piden crear "reservas campesinas" (¡!).
Ese grupo promete desatar en los próximos días un "amplio debate" a favor de esas tesis y crear un "clima nacional favorable a la paz". Cuando se sabe qué significan para el PCC palabras como debate y paz, podemos augurar lo peor. El escenario que aparece en el horizonte es, pues, éste: acometidas dialécticas en La Habana para desbordar el temario que defiende el exvicepresidente colombiano, ataques de las FARC en Colombia, pedidos al Gobierno para que paralice las Fuerzas Armadas (bajo el pretexto de una tregua bilateral) y jornadas brutales de agitación y propaganda a favor de la "refundación de Colombia" que busca Iván Márquez.
¿Qué deben hacer los colombianos ante esa tenaza? Movilizarse, en las calles y en los salones, como lo están haciendo ya varios grupos de víctimas de la guerrilla, que están decididos a ir hasta La Habana a exigirle cuentas a Iván Márquez y a sus cómplices. Hay que crear amplios lazos de solidaridad y salir al paso a la batalla ideológica que pretenden librar los grupúsculos extremistas, que quieren hacer creer a los colombianos que las exigencias de las FARC son razonables y necesarias. Hay que utilizar este momento culminantepara explicar al mundo lo que está en juego en Colombia.
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