La fuga de los demagogos que patrocinaron el Brexit en el Reino Unido encierra una valiosa premonición para quienes siguen con detenimiento el desarrollo del proceso secesionista en Cataluña. Boris Johnson y Nigel Farage chocaron, imprevistamente, con la necesidad de confesar que “los supuestos beneficios de la separación se construyeron sobre un puñado de mentiras gordas” (Lluís Foix, “Política sin tiempos muertos”, LV, 13/7), y los muy caraduras optaron por hacer mutis por el foro para no tener que dar explicaciones. Aunque la nueva dama de hierro rescató a Johnson para su Gabinete porque ella también necesita un experto en embustes para tapar los agujeros negros del Brexit en marcha.
Otras mentiras gordas
Quien haya visto el programa de 8TV donde Josep Borrell trituró con argumentos rigurosos otras mentiras gordas que un acojonado Oriol Junqueras sacaba inútilmente de la chistera sabrá quienes son, en Cataluña, los candidatos a dar un paso al costado, o atrás, o a la nada, en un futuro muy próximo. La feina mal feta no té futur, sentenció el patriarca que resultó ser, para decirlo también en su lengua, un malfactor.
Puesto que desde mi lejana juventud soy un incorregible admirador del mundo anglosajón, empezando por Gran Bretaña, me resulta difícil desentrañar los intríngulis del Brexit. ¿Cómo es posible que una decisión de tamaña envergadura se adopte por el 51,9 % de los sufragios contra el 48,1 %? El referéndum no habría sido válido si le hubieran aplicado las cláusulas de la Ley de Claridad canadiense, sobre todo porque con una participación del 72, 2% los porcentajes se reducen al 37,4 y el 35, 3, respectivamente, de los inscriptos en el censo electoral. ¿El 37,4 % de los ciudadanos puede provocar semejante desbarajuste? Pero es importante destacar que en Cataluña ni siquiera queda espacio para la duda: los secesionistas reúnen apenas el 47,8% de los votos (y el 36% del censo electoral), contra el 52,2 % de los constitucionalistas.
Rafael Jorba aporta más datos aplicables al caso catalán (“Lecciones británicas”, LV, 5/7): la fractura urbana dentro de Londres, con un 60% contra la salida de la UE y un 40% a favor, y la fractura entre Londres y el resto de Inglaterra, con un 46,6 contra la salida y un 53,4 a favor. La fractura también fue generacional, con los menores de 25 años favorables a la permanencia (64%) y los mayores de 65 favorables a la salida (58%). Jorba encuentra en ello una notable paradoja:
Los más firmes partidarios de seguir en la UE, con una esperanza de vida de 69 años, tendrán que apechugar con una decisión tomada de manera muy mayoritaria por aquellos que tienen una esperanza de vida de sólo 19 años.
En este contexto, las lecciones del Brexit son de aplicación en toda Europa. La primera muestra los límites de la vía referendaria: las decisiones de gran calado, que comprometen el futuro de las nuevas generaciones, no pueden tomarse sólo por la mitad más uno de los electores. Hace falta una ley de claridad, como la que en su día estableció Canadá para fijar mayorías cualificadas.
Los pelos de punta
La palabra fractura tiene hoy una presencia ubicua y obligada en toda descripción del panorama social y político de Cataluña. Incluso del familiar. Los truchimanes que enarbolan el engañabobos de la plurinacionalidad para encandilar al rebaño podrían hacer su agosto si en lugar de aplicarlo a toda España lo utilizaran exclusivamente para delimitar las parcelas que parecen existir en Cataluña. Quien hurgue en busca de fracturas atribuibles a la plurinacionalidad las encontrará en los barrios de Barcelona, dentro del cinturón metropolitano y, por supuesto, en la franja litoral y en las zonas rurales. Una plurinacionalidad ficticia como todas las que se fabrican para mayor lucro de los timadores.
Si se midieran los resultados de un hipotético Catexit con los parámetros del Brexit nos encontraríamos con Barcelona y Tarragona tan ancladas en España como Escocia pretende estarlo en Europa. Con una virtud: tras el Catexit, Barcelona y Tarragona, inseparables de España por la voluntad mayoritaria de sus ciudadanos, seguirían formando parte de la Unión Europea, en tanto que las provincias donde los caciques estimulan la mentalidad aldeana irían a compartir tribulaciones en el limbo con la desahuciada Albión.
Lo pronosticó José Luis Álvarez en “Qué le espera a Barcelona” (El País, 9/10/2014):
El cinturón de Barcelona se parece más al sur de Madrid que al Pla d´Urgell. El capitalismo industrial genera las condiciones materiales para la solidaridad internacional entre trabajadores. El nacionalismo, premoderno, los separa. (…) La composición de los partidarios de la consulta es reveladora de los peligros del independentismo para Barcelona: la nueva Convergència, ERC, IC, CUP. Sólo Unió desentona en tan anticosmopolita coalición de agropecuarios y antisistema. El soberanismo ha pasado a ser liderado por quienes nada tienen que ganar de Europa y la globalización: precisamente ambos ámbitos son los que necesita Barcelona para seguir siendo la mejor ciudad del mundo para vivir.
La aparición de En Comú Podem después de que Álvarez publicara este balance aumenta la crispación pero no cierra la grieta entre la política orientada por la modernidad urbana, por un lado, y la subordinada a los mitos aldeanos, por otro. Sólo la rellena con los detritos del populismo totalitario, cuyos antecedentes ponen los pelos de punta.
Detonantes de fracturas
Otra paradoja: aceptar la fatalidad de las fracturas territoriales e identitarias que exacerban los demagogos implica hacer el juego a éstos y robustecer su telaraña de intereses espurios. Las fracturas no son producto de emanaciones telúricas ni de taras hereditarias. Las provocan, sin vergüenza, premeditadamente y contra natura, los demagogos. No hay que coexistir resignadamente con ellas, y menos aún institucionalizarlas mediante la falaz plurinacionalidad que degenera en reinos de taifas o en los bantustanes del apartheid. La convivencia en una sociedad abierta obliga a combatir y borrar del mapa estos abortos de un pasado deleznable.
La hoja de ruta de todos los secesionismos, tanto los que pretenden reducir a escombros la Unión Europea como los que se ensañan con la integridad de España, está sembrada de los mismos detonantes de fracturas: los rencores atávicos, la codicia territorial y la xenofobia. Xenofobia que se pervierte aun más cuando se vuelca hacia dentro, se transforma en endofobia y hostiga al compatriota que vive en el solar vecino.
Este derrotero ya lo hemos transitado. Lo recuerda Lluís Foix (“El relato del odio y el miedo”, LV, 7/7):
Miedo, intransigencia y odio son conceptos que han reaparecido en el vocabulario político europeo. No es un fenómeno nuevo. Ocurría en toda Europa en el periodo de entreguerras con movimientos autóctonos y diferenciados que se desprendían del auge del fascismo en Italia y del nazismo en Alemania. (…) En Catalunya, la Action Française de Charles Maurras sedujo a buena parte de la intelectualidad catalana, de Santiago Rusiñol a Josep Pla y de Eugeni d´Ors a Joan Estelrich. Prácticamente a todo el catalanismo conservador, como también a parte del de izquierdas como en el caso de Antonio Rovira i Virgili.
'Good bye', embaucadores
Una mirada retrospectiva despliega ante nuestros ojos un panorama plagado de horrores. También nos revela que a partir de un determinado hito histórico tanto Europa como España, tanto España como Europa, toman el rumbo de la paz, la convivencia, la fraternidad y la prosperidad, con sobresaltos y altibajos, pero siempre acoplados en "El tronco común" que tan bien definió Francesc de Carreras bajo ese mismo título (El País, 30/5):
Racionalismo ilustrado y liberalismo político, este es el tronco común que hoy nos une. Un Estado limitado a garantizar que los hombres ejerzan en iguales condiciones su libertad -es decir sus derechos- sin vulnerar la libertad de los demás. Faltaba, naturalmente, desarrollar el modelo. No fue sencillo ni rápido. Aún estamos en ello.
La Europa dividida de entreguerras y la España fragmentada o guerracivilista sólo pueden figurar en la hoja de ruta de los demagogos que abusan de la credulidad de las masas. Los mismos demagogos que cuando llega la hora de rendir cuentas de los desastres que han provocado ponen pies en polvorosa. Los del Brexit ya se fugaron. Aquí falta poco para despedir a los del Catexit, en pleno proceso de descomposición. Good bye, embaucadores.