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Eduardo Goligorsky

La cara dura del supremacismo

Aquí todavía no ha llegado la anarquía, pero hemos estado al borde. Hay tiempo para evitarla.

Aquí todavía no ha llegado la anarquía, pero hemos estado al borde. Hay tiempo para evitarla.
Carles Puigdemont, en su conexión en directo desde Bruselas en un acto separatista | EFE

El supremacismo agrupa a las personas que se creen superiores y que, por consiguiente, miran con desprecio a quienes conviven con ellas o habitan en su entorno. Cuando disponen de fuerza suficiente, intentan dominar y explotar a quienes consideran inferiores, y cuando no disponen de ella, se conforman con practicar la discriminación y segregación. Su vocabulario los delata: gira en torno del Nosotros y el Ellos. El rasgo distintivo puede ser racial, étnico, religioso, lingüístico, territorial, social o un etcétera infinito porque el ser humano es muy creativo a la hora de ejercitar sus bajos instintos.

Paranoicos reaccionarios

Los movimientos supremacistas aparecen, en la mayoría de los países, montados sobre la ola de racismo y xenofobia impulsada por la marea populista. Pero en general se asocia el término a los grupos militarizados de la ultraderecha estadounidense que, proclamándose arios o nazis, denuncian la existencia de una conspiración encabezada por el gobierno de Washington, financiada por Wall Street, y ejecutada por liberales, comunistas, negros, judíos, católicos e inmigrantes, cuyo objetivo es arrebatar el país a los legítimos herederos de los colonizadores blancos, anglosajones y protestantes.

¿Existen similitudes entre esos paranoicos reaccionarios y los secesionistas catalanes? Francesc-Marc Álvaro no soporta que se insinúe semejante parentesco y reacciona indignado ("¿Quién es supremacista?", LV, 8/2):

Felipe González es una de las personalidades referentes que no ha tenido manía alguna en utilizar esta palabra [supremacista] para referirse a los independentistas, aunque ha tenido que añadir con la boca pequeña "no es supremacismo tan explícito como el de Donald Trump.

Escandalizado, Álvaro hace un inventario muy veraz de las perversiones del supremacismo y pregunta: "¿Tiene algo que ver el independentismo catalán con todo eso? Evidentemente, no. Decir lo contrario es mentir". Y con la cara dura que ya es la marca de fábrica de todos quienes quieren vendernos el secesionismo hispanófobo y hoy eurófobo como un dechado de virtudes, nos pinta un Estado catalán idílico:

Una República basada en la igualdad y en los derechos de ciudadanía y no en la prevalencia de ninguna supuesta etnia. Ni Puigdemont, ni Junqueras, ni Sánchez, ni Cuixart, ni ningún dirigente de la CUP han dicho o hecho algo que pueda considerarse supremacismo, todo lo contrario. (…) ¿Hace falta que recuerde que en las listas de todos los partidos independentistas hay personas nacidas dentro y fuera de Catalunya? ¿Hace falta que recuerde que los apellidos del mundo independentista son tan variados y plurales como lo son en todo el país?

El chirrido de la mentira

El chirrido de la mentira es ensordecedor. La república en gestación está basada en la desigualdad y en la violación de los derechos de los 3.500.000 ciudadanos que deben someterse a las arbitrariedades de los jerarcas elegidos por el voto de los otros dos millones que completan el censo. Minoría esta que hace valer la supremacía del Nosotros autóctono sobre la devaluada mayoría del Ellos mestizo. Sencillamente, para la minoría supremacista esta mayoría no existe. O solo existe para pagar los impuestos con que la Generalidad financia las campañas goebbelianas de odio fratricida.

Mencionar los apellidos es el colmo de la desfachatez, aunque para encubrir la marginación de los plebeyos los supremacistas utilicen como fachada a algún Sánchez o Rufián colaboracionista. El experto en demoscopia Carles Castro desnudó la discriminación flagrante en el mismo diario donde escribe Álvaro (LV, 21/2/2016):

Solo 32 de los 135 diputados del Parlament llevan algún apelliido de los más frecuentes, frente a casi el 40 % de los ciudadanos de Catalunya (…) Junts pel Sí es de los que menos miembros tienen con apellidos que figuren entre los más numerosos.

Los apellidos más frecuentes en Cataluña son aquellos veinticinco que también lo son en el resto de España, empezando por García, Martínez, López, Sánchez, Rodríguez, Fernández, Pérez, González, y terminando por Serrano, Ramírez y Gil. Prosigue Castro:

En el caso de JxSí, la falta de correspondencia con la realidad de Catalunya es abismal. Solo cinco de los 62 diputados (…) tienen algún apellido que figure entre los 25 más usuales. (…) La situación contraria se produce en el caso de Ciutadans, que es el grupo con más diputados (14 sobre 25) cuyos apellidos aparecen entre los más numerosos de Catalunya. (…) Sin embargo, en proporción, es el grupo popular el que cuenta con más apellidos comunes entre sus diputados: siete sobre once. (…) Por su parte, los socialistas catalanes tienen solo cuatro parlamentarios entre 16 que exhiben apellidos muy comunes. (…) En cuanto a la CUP, la formación anticapitalista solo cuenta con uno de los 10 diputados (Gil) cuyo apellido figura entre los 25 más frecuentes. (…) Por ello, la pregunta es inevitable:¿es representativa la clase política de la población real del país?

No, no lo es. Y por si quedara alguna duda, el 21-D confirmó que el supremacismo endógamo es una minoría social que sigue teniendo la sartén por el mango. Álvaro podría haberlo leído nuevamente en el diario donde escribe. Lo explicó Lluís Amiguet ("Votando por apellidos", LV, 9/12/2017):

En la [lista] de Puigdemont, 9 de cada 10 candidatos tienen dos apellidos catalanes; en ERC son 8 de cada 10; y en la CUP también 8 entre 10. En los comunes es menor el sesgo, pero los primeros cinco son apellidos catalanes, que también dominan, aun sin ser hegemónicos, en el PSC.

Embrutecimiento subvencionado

El componente étnico de la tribu secesionista ha quedado claro. Descansa sobre el mito de que en el territorio de Cataluña impera una atmósfera peculiar, forjada a lo largo de mil años, que imparte al árbol genealógico rasgos distintivos –unos positivos, otros negativos– que apartan a los pura sangre del resto de los mortales: seny, rauxa, iniciativa, tacañería. Estereotipos que sirven tanto para justificar el supremacismo como para denigrarlo.

Pero hay más. En Estados Unidos la mayoría de los militantes supremacistas son habitantes blancos e incultos de las zonas rurales del Sur que formaron parte de la Confederación esclavista durante la Guerra de Secesión. Una de sus banderas fue la segregación de los niños negros en las escuelas hasta que el fiscal Robert Kennedy puso fin a esta aberración. Aquí, donde el supremacismo también predomina en las zonas rurales, una de sus conquistas es la proscripción de la lengua común de los españoles en las aulas. La vigencia del artículo 155 puede servir para que se cumplan las sentencias judiciales que rescatan a los niños y adolescentes víctimas del abuso provinciano.

Este abuso es inseparable de los apetitos del supremacismo que se encarnan en la anexión de los igualmente míticos Països Catalans, utilizando la lengua como arma.

Un arma que todos los supremacistas acarician: así como Hitler se valió de la lengua alemana para incorporar Austria al Tercer Reich, hoy la ultraderecha de Austria enarbola el proyecto de otorgar su pasaporte a los germanoparlantes del Alto Adigio italiano. Y Rusia mira con codicia a los rusófonos de los Países Bálticos y los Balcanes.

Pero hay aun más. El supremacismo llevado al extremo desemboca en el ridículo. La Academia de Ciencias de la URSS sostenía que ni Edison había inventado la bombilla eléctrica, ni los hermanos Wright el avión. En ambos casos los pioneros habían sido rusos. Más esperpénticas son "Las teorías independentistas que convierten en catalanes a personajes históricos" (El Confidencial, 30/6/2014). Este artículo de Antonio Fernández pasa revista a los disparates que es capaz de fraguar la cara dura del supremacismo para apropiarse de fragmentos de historia y cultura ajenos. Aparecen como catalanes, con apellidos y orígenes desfigurados, Colón, Cervantes, santa Teresa de Jesús, san Ignacio de Loyola, Erasmo, Leonardo da Vinci, Hernán Cortés y muchos otros. Colón salió de Pals, en la Costa Brava, y no de Palos. Sirvent, no Cervantes, escribió el Quijote en catalán, lengua en que también fueron escritos La Celestina y El Lazarillo de Tormes. Embrutecimiento subvencionado por la Generalidad.

Fruto podrido

Si el supremacismo fue el fruto podrido de la Guerra de Secesión, es terapéutico remontarse a aquella época para encontrarle remedio. Suenan muy actuales los pasajes del discurso que pronunció Abraham Lincoln al asumir la presidencia de Estados Unidos, del cual Alejandro Blanco Faraudo reproduce fragmentos en "El proceso y Abraham Lincoln" (LV, 21/5/2017):

Inicia recordando que ese día ha jurado respetar la Constitución, la cual establece que la Unión de los Estados ha de ser perpetua y se pregunta: "¿Puede anular el pacto una de las partes sin el consentimiento de las demás? (…) Se sigue que ningún Estado puede separarse legalmente de la Unión por su propia iniciativa y que todos los acuerdos en este sentido son nulos. (…) La Unión es inquebrantable y no ahorraré esfuerzos para que se cumpla la ley (…) Seamos francos, la separación implica la anarquía.

Aquí todavía no ha llegado la anarquía pero hemos estado al borde. Hay tiempo para evitarla. Ni Nosotros, ni Ellos. Ciudadanos libres, iguales y solidarios, unidos bajo el amparo de la Constitución, como proclamaba Lincoln.

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